Daniel Garro Sánchez
Pienso en aquel infarto ficticio, imaginario, de aquella noche de pánico de la que les hablé en entregas anteriores de esta columna. Pienso en la película A Beatiful Mind (Ron Howard, 2001), y en la historia del ganador del Premio Nobel, John Forbes Nash, cuya historia es en parte narrada por la película y la novela homónima de Sylvia Nasar.
Pienso en aquel dolor en el brazo y en el pecho; pienso en las voces y las personas imaginarias que veía el profesor Nash. Pienso en mi mano sosteniendo el teléfono, a punto de marcar 911; pienso en el profesor Nash, discutiendo con la nada, rodeado por acosadores imaginarios y rodeado también por un público real y estupefacto, realmente estupefacto, en la Universidad de Princeton.
Pienso en el electrocardiograma, la electricidad fluyendo por mi cuerpo; pienso en el profesor Nash, sometido a tratamientos de electrochoques, la electricidad fluyendo por su cuerpo.
Pienso en los resultados favorables de los exámenes médicos, en particular del electrocardiograma. Pienso en que el profesor Nash estuvo cierto tiempo internado en un hospital para enfermos mentales.
Pienso en que mis dolores de brazo y de pecho solo están allí cuando pienso en ellos, cuando ceso de pensar en cualquier otra cosa y se me ocurre pensar en ellos; pienso en que no llegan como los dolores reales, anunciando estruendosamente su presencia, reclamando que se les preste atención y sacándome de cualquier otro pensamiento en el que esté sumido; pienso en que ellos realmente no están ahí, aunque los esté sintiendo en mi pecho y en mi brazo. Y pienso en que el profesor Nash llegó a saber que ni Charles, ni la pequeña Marcee ni el oscuro William Parcher estaban ahí, aunque él los estuviese viendo.
Pienso en que el profesor Nash aprendió a ignorarlos, a efectuar sus actividades diarias con ellos siempre junto a él, pero sin que le causaran problemas porque entendía que no eran reales. Pienso en que yo podría hacer lo mismo.
Pero de pronto, no puedo evitar pensar en que me estoy comparando con un enfermo de esquizofrenia paranoide; un genio, sí, pero enfermo. Y no puedo evitar pensar en la pesada broma que me estaría jugando la mente, o en lo arrogante que podría ser compararse con un genio, aunque solo sea para mal.
Tal vez pienso demasiado, pero debo hacerlo; debo pensar y pensar y pensar y nunca dejar de hacerlo; el día en que deje de pensar, puede ser que mis nuevos amigos imaginarios dejen de serlo.
Pienso en aquel infarto ficticio, imaginario, de aquella noche de pánico de la que les hablé en entregas anteriores de esta columna. Pienso en la película A Beatiful Mind (Ron Howard, 2001), y en la historia del ganador del Premio Nobel, John Forbes Nash, cuya historia es en parte narrada por la película y la novela homónima de Sylvia Nasar.
Pienso en aquel dolor en el brazo y en el pecho; pienso en las voces y las personas imaginarias que veía el profesor Nash. Pienso en mi mano sosteniendo el teléfono, a punto de marcar 911; pienso en el profesor Nash, discutiendo con la nada, rodeado por acosadores imaginarios y rodeado también por un público real y estupefacto, realmente estupefacto, en la Universidad de Princeton.
Pienso en el electrocardiograma, la electricidad fluyendo por mi cuerpo; pienso en el profesor Nash, sometido a tratamientos de electrochoques, la electricidad fluyendo por su cuerpo.
Pienso en los resultados favorables de los exámenes médicos, en particular del electrocardiograma. Pienso en que el profesor Nash estuvo cierto tiempo internado en un hospital para enfermos mentales.
Pienso en que mis dolores de brazo y de pecho solo están allí cuando pienso en ellos, cuando ceso de pensar en cualquier otra cosa y se me ocurre pensar en ellos; pienso en que no llegan como los dolores reales, anunciando estruendosamente su presencia, reclamando que se les preste atención y sacándome de cualquier otro pensamiento en el que esté sumido; pienso en que ellos realmente no están ahí, aunque los esté sintiendo en mi pecho y en mi brazo. Y pienso en que el profesor Nash llegó a saber que ni Charles, ni la pequeña Marcee ni el oscuro William Parcher estaban ahí, aunque él los estuviese viendo.
Pienso en que el profesor Nash aprendió a ignorarlos, a efectuar sus actividades diarias con ellos siempre junto a él, pero sin que le causaran problemas porque entendía que no eran reales. Pienso en que yo podría hacer lo mismo.
Pero de pronto, no puedo evitar pensar en que me estoy comparando con un enfermo de esquizofrenia paranoide; un genio, sí, pero enfermo. Y no puedo evitar pensar en la pesada broma que me estaría jugando la mente, o en lo arrogante que podría ser compararse con un genio, aunque solo sea para mal.
Tal vez pienso demasiado, pero debo hacerlo; debo pensar y pensar y pensar y nunca dejar de hacerlo; el día en que deje de pensar, puede ser que mis nuevos amigos imaginarios dejen de serlo.
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