Daniel Garro Sánchez
La semana pasada, les ofrecía una primera entrega de estas humildes apreciaciones que he tenido durante mi viaje a la isla de Cuba. Entre otras cosas, habíamos tocado el tema de la grandiosa economía ilegal de la que participa la mayoría de los cubanos, obligados por la difícil situación que enfrentan desde hace décadas; y una de las partes más activas de esta economía es la prostitución.
Como les mencionaba al final de la entrega anterior, en Cuba la prostitución masculina es tan normal como la femenina, y a diferencia de lo que ocurre en Costa Rica, donde la manera más típica de prostitución de varones es el travestismo, en Cuba los hombres se promocionan como hombres, vestidos como tales y ofreciéndose a las mujeres, sobre todo a las numerosas extranjeras que visitan el lugar.
El coqueteo a plena luz del día casi raya en la indiscreción: en un restaurante, una chica de muy corta edad con la que intercambio miradas me envía un papel con sus números de teléfono, y no le importa hacerlo frente al hombre y la mujer que la acompañan —quienes por demás no creo que sean sus padres—. A la entrada del Barrio Chino, un grupo de chicas bastante atractivas compiten entre ellas para llevarse a los turistas al interior de alguno de los restaurantes; atacan en manada mostrando los menús a los viajeros, los abrazan, los besan, aceptan tomarse fotografías con ellos y les piden que las inviten a un helado. Su afán me hace suponer que reciben comisión de los restaurantes por cada vez que llevan a un cliente; y aunque no puedo comprobarlo, tengo casi la total seguridad de que están dispuestas a llevar sus muestras de cariño a otros niveles… habiendo dinero en juego, por supuesto. A una de nuestras compañeras de viaje, un moreno alto, musculoso y risueño la sorprende con estas palabras, acompañadas de una brillante sonrisa y una pronunciación redonda y pícara: “¡O’e, chica! ¿Quiere’ probar sexo cu’ano?”