Si tuviera que señalar, como devoto
acólito, alguno de los mayores fenómenos que está experimentando la música
sinfónica en nuestros días, no me temblaría el pulso para mencionar dos: primero,
el auge de Gustav Mahler; y segundo, el auge de composiciones, orquestas,
directores e intérpretes de origen latinoamericano.
Brevemente
me referiré un poco a ambos.
En vida,
Gustav Mahler ―nacido bohemio y judío, luego convertido en austriaco y
cristiano, y finalmente desarraigado de todo― gozó de un enorme reconocimiento
como director de orquesta, mas no como compositor. La recepción de su magno
ciclo de sinfonías osciló entre la indiferencia y el rechazo de la crítica y el
público, y tan solo de vez en cuando coqueteó con recepciones apenas tibias. No
obstante, jamás claudicó en su labor creadora (al momento de su fallecimiento
trabajaba en su décima sinfonía, de la cual nos legó un movimiento) y supo
vislumbrar que su momento llegaría después. Son proféticas sus palabras al
referirse a Richard Strauss, el autor de más prestigio en ese entonces, a
principios del siglo pasado: “mis días vendrán cuando los suyos hayan terminado”.
Esos
días son, precisamente, estos días; nuestros días.
A pesar
de que hubo en la primera mitad del siglo XX directores muy interesados en la
música de Mahler, como Bruno Walter y Willem Mengelberg, es durante la segunda
mitad del siglo ―curioso advertir que Richard Strauss falleció en 1949―, con el
enorme trabajo de difusión y grabación de Leonard Bernstein, y luego con
Claudio Abbado, Pierre Boulez y Giuseppe Sinopoli, solo por mencionar algunos,
cuando inicia el rápido ascenso de Mahler hacia la cumbre a la que lo hemos
visto llegar en estas dos primeras décadas del siglo XXI. Alimentando una
fiebre incontenible en directores y orquestas de todo el mundo por interpretar
y grabar sus obras completas, Mahler ha destronado a Beethoven como el compositor
más interpretado en el universo de la música sinfónica.
Cada quien desea tener su propia
colección de sinfonías de Mahler, cada intérprete busca mostrar su propia
visión de ellas, cada director quiere dirigir su propia multitud en la Octava (la “Sinfonía de los Mil”), o
inventar su propio “martillo” en la Sexta,
o alcanzar su propio éxtasis en la Segunda,
o despedirse tenuemente en la Novena;
y se ha vuelto común la experiencia heroica de una orquesta construyendo esas
composiciones épicas de largo aliento y variedad de recursos armonizados. No
hay aplauso comparable con el aplauso que estalla en el seno del teatro al concluir
una sinfonía de Mahler.
A Costa Rica llegó este fenómeno a
través del anterior director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Chosei Komatsu,
quien hizo vibrar el Teatro Nacional ya no solo con la Sinfonía no. 1 ―la más popular de las sinfonías de Mahler, quizá
por ser la más accesible, y que ya había sonado aquí con Irwin Hoffman y Daniel
Nazareth―, sino también con la 2, 3, 4 y 5, inéditas hasta ese entonces en
suelo nacional. La digna despedida del Maestro Komatsu, antes de terminar su
relación con la OSN, fue con una grandiosa ejecución de la Segunda. A título personal, debo decir que, luego de dos años de
orfandad de nuestra orquesta, empiezo a extrañar no solo a este director, sino
también las novedades que había
introducido.
En el
próximo rincón me referiré al segundo gran fenómeno que quiero destacar: el
auge de la música sinfónica latinoamericana; y luego veremos la forma en que
estos dos auges, el mahleriano y el latinoamericano, se han fusionado en una
espectacular convergencia musical sin precedentes.
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