Por Daniel Garro Sánchez
Abusaré de este espacio y abusaré de mis amables lectores, convirtiéndolos a la fuerza en terapeutas, confesores y exorcistas improvisados con los que me haré una catarsis de la experiencia que sufrí recientemente.
Como todo soltero que desea maximizar las utilidades de ese ventajoso estado civil, he optado por vivir en solitario desde hace meses. No me detendré aquí en todas las vicisitudes que esto ha representado porque no es mi propósito de hoy (quizá lo sea en otro momento); solo me limitaré a asegurarle a mis lectores que hasta antes de la inquietante experiencia de hace algunas noches, todo iba muy bien, desde casi cualquier punto de vista. Pero esa noche a la que me quiero referir, tuve un breve y no muy grato encuentro con el terror.
Así es, buenos lectores; con esa simplicidad y crudeza con que lo estoy diciendo: el terror.
Pero fue un terror extraño, atípico según yo; porque provenía de algún lado, pero yo no sabía precisar de dónde. No era una silueta negra abriendo la puerta de mi habitación, haciendo girar la manija lentamente; no era una forma asomándose por la ventana; no era el sonido de pasos detrás de la puerta, o de manos hurgando en la chunchería de mi cocina; no era una respiración en la oscuridad, ni era una luz fantasmal como la que queda después de apagar una bombilla fluorescente; no era ningún tópico de película de terror ni tampoco una visita del hampa; no era Regan MacNeill apareciendo de pronto, sonriente, demacrada y con un buen rato de estar poseída.
Si hubiera sido alguna de esas cosas, habría sido más simple, en cierto modo; porque al menos sabría de qué defenderme o a qué temerle; sabría qué determinar en la oscuridad, sabría qué gritar al aire o qué decirle a la operadora del 911. Pero el terror que estaba experimentando no tenía forma; era como si la oscuridad misma se hubiera vuelto viva y sólida y se hubiera colado como serpientes o tentáculos bajo mis sábanas; y yo no sabía decirme qué, ¡¿qué?! ¿De dónde venía el pánico que estaba sintiendo?
Solo después de algún rato de temblar de gratis, fui entendiendo que el terror provenía de mí, de mis adentros, de una tensión imaginaria (¿o quizá no?) en mi brazo izquierdo, en mi hombro y la mitad de mi pecho, y la sensación inminente de que mi corazón saltaría dentro de mi caja torácica como un pajarillo asustado en su jaula, hasta quedar inmóvil. El terror provenía de mí, y de la misteriosa idea entrecejar (o sea, metida entre ceja y ceja) de que moriría esa noche, al cerrar los ojos.
Ergo, amigos míos, estaba sufriendo un ataque de pánico.
La experiencia no fue para mí tan extrema como lo ha sido para otros que, según tengo noticia, han pasado por la misma pesadilla; no grité como loco en la noche, pidiendo auxilio, aunque poco faltó; no llamé por teléfono, desesperado, aunque poco faltó; no salí llamando a los vecinos o corriendo por la calle como un pobre fugitivo de manicomio, aunque poco faltó.
Estuve con el teléfono en la mano y mi dedo en el primer botón, a punto de llamar al 911 para decirles que no sabía qué rayos me pasaba y que no sabía cómo o por qué estaba tan seguro de que mi vida corría peligro. No hice ninguna llamada; pero pude imaginarme respondiendo el invariable “no” a todas las preguntas de la operadora de emergencias; pude imaginar a mi psicólogo sacando su auto a medianoche o de madrugada para venir en mi auxilio, o a mí mismo sacando mi auto para ir a tocar puertas y pedir ayuda a rostros aterrados y expectantes a los que tampoco sabría explicarles qué diablos me pasaba. Pude imaginarme saliendo a rastras de mi apartamento, con la mano en el pecho conteniendo un paro cardíaco ficticio, balbuceando como un gremlin que se derrite, buscando el auxilio de los vecinos a los que ni siquiera conozco porque soy un maldito petulante que se cree superior a ellos.
“En las trincheras no hay ateos”, reza una célebre frase.
Me imaginé rezando; pero no recé... ¿O quizá bastaba tan solo con imaginarlo para concretarlo? ¿Acaso no era eso lo que estaba sucediendo esa noche: realizando lo imaginado? ¿Recé por solo imaginarlo? Y más importante aún, ¿podía morir por solo imaginarlo?
Finalmente, me limité a tragar una aspirina (no me pregunten por qué; tal vez en alguna parte escuché que previenen los paros cardíacos durante el sueño, o tal vez nunca lo escuché y solo se me ocurrió, o qué sé yo...) y traté de dormir con escaso éxito durante una noche que fue como un constante oleaje de sábanas con algunos islotes de sueño rocoso, pero insuficiente.
En la mañana, cuando la luz, la gente, los quehaceres y todas esas cosas que apestan a rutina y normalidad me hicieron volver a ese mundo apestosamente rutinario y normal de todos los días (y cuando un chequeo médico me confirmó lo que era obvio: que estoy sano y salvo) me sentí casi ridículo por ese inexplicable momento de pánico ficticio. Casi podía volver a sentir mi arrogancia cotidiana, mi acostumbrada soberbia, regresando a mí como las sensaciones de una pierna dormida; casi estaba a punto de reprenderme a mí mismo por ese momento de debilidad y por haber estado cerca de exponerle al mundo lo vulnerable que realmente soy; casi estaba a punto de felicitarme por no haber pedido ayuda y por no haber rezado.
Pero el lloriqueo sorpresivo e inevitable, y los mocos y cucharas en medio de los que tuve que narrarle a la doctora mi experiencia nocturna, me aplacaron el orgullo... por algún rato. Cuando me senté a usufructuar de lo sucedido, escribiendo estas líneas, volví a ser yo mismo; y acompañé el punto final con algunas cuantas flores sobre mi cabeza.
Stephen King dijo, o escribió alguna vez, que los escritores somos una malditos egoístas porque haríamos cualquier cosa para lograr una buena página. Y si el colmo del egoísmo es lograr esa buena página incluso a costa del propio ego, entonces bienvenido, pánico extraño de la noche; gracias por tu visita. Regresa pronto.
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