Mario Valverde M.
No hay líquido más perfecto y democrático que la sangre. Detrás de todo color de piel humana la sangre es roja, símbolo universal de la vida. Es el fluido que nos permite las energías del caminante más inteligente sobre la Tierra. La sangre con sus nutrientes de la Pacha Mama, salidos del vientre de todas nuestras madres de todo el mundo, con su recorrido por los canales que fluyen en su perfecto viaje con la ayuda del corazón, motor que bombea en su papel incansable de todos los días, que nos permite subir montañas, recorrer mares, bailar, danzar, caminar en busca del pan de cada día, amar y desamar, permite balancearnos en la hamaca vagabunda, paladear por caminos y veredas, agita la cópula eterna de la procreación, o simplemente nos permite conversar en la esquina del barrio o el parque, sentarnos frente a la computadora, todo en su silencioso recorrido a cambio de un solo requisito: estar vivo. Por eso, la tristeza y la estupidez de ver la sangre regada en las ciudades por las heridas entre semejantes; y peor en las guerras donde los rojos ríos corren ante la complacencia de una civilización que se precia de su inteligencia superior. ¡Ay su perfecta liquidez manchando ciudades y pueblos!
No hay líquido más perfecto y democrático que la sangre. Detrás de todo color de piel humana la sangre es roja, símbolo universal de la vida. Es el fluido que nos permite las energías del caminante más inteligente sobre la Tierra. La sangre con sus nutrientes de la Pacha Mama, salidos del vientre de todas nuestras madres de todo el mundo, con su recorrido por los canales que fluyen en su perfecto viaje con la ayuda del corazón, motor que bombea en su papel incansable de todos los días, que nos permite subir montañas, recorrer mares, bailar, danzar, caminar en busca del pan de cada día, amar y desamar, permite balancearnos en la hamaca vagabunda, paladear por caminos y veredas, agita la cópula eterna de la procreación, o simplemente nos permite conversar en la esquina del barrio o el parque, sentarnos frente a la computadora, todo en su silencioso recorrido a cambio de un solo requisito: estar vivo. Por eso, la tristeza y la estupidez de ver la sangre regada en las ciudades por las heridas entre semejantes; y peor en las guerras donde los rojos ríos corren ante la complacencia de una civilización que se precia de su inteligencia superior. ¡Ay su perfecta liquidez manchando ciudades y pueblos!
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