Rubén Araya Rodríguez
Estudiante de la Universidad Nacional
Se llamaba Bob. Bueno, así le decían. Su nombre real era Robert Thompson, 79 años de edad, de profesión cantante de ópera (retirado), barítono, con un registro que se movía fácilmente entre el sol hasta el mi (primera línea, en clave de sol), buen vibrato y al parecer una buena presencia escénica. Cuando lo conocí tuve que hacerle varias preguntas acerca de almacenes en los que solía comprar comida y suministros para el hogar. Lo primero que Bob supo decirme después del saludo forzoso fue: “Lo siento, yo no sé nada de almacenes. Verá, mi esposa murió hace tres meses y medio y ella era quien se ocupaba de esos mandados”. Digamos que lo habitual en estos casos sería quedarse petrificado, olvidarse con un simple “entiendo, pero esta encuesta es muy importante para usted…”; pero este se suponía como un caso especial, por llamarlo así. Pasé a duras penas por las primeras veinte preguntas, procurando ignorar el luto con el que la voz de Bob se vestía, algo como “un pasaje sumido en el miedo”, como decía el belga-argentino. Bob alargaba cada respuesta con una anécdota acerca de su fiel esposa, aún cálida en su memoria, evocando su situación actual, habiéndose acomodado a lo mejor que pudo ante su pérdida. Cambió de almacén pues el Trader Joes era el favorito de su esposa. Bob solía llevarla allí, pero él difícilmente salía del auto; la esperaba un rato hasta que la veía regresar con las bolsas, sonriente; entonces Bob bajaba y la ayudaba con los víveres y esas cosas que los esposos hacen. “Bueno, Trader Joes es un buen lugar, a mi esposa le gustaba mucho, era su favorito”, decía. “Yo la conocí en Europa, durante una gira allá. Ella también era cantante”. Intentar ignorar esas anécdotas era necesario, había un trabajo que cumplir, pero Bob insistía en rememorar, parece que era lo más cercano que podía estar de ella, después de treinta y tantos años de matrimonio. Lo malo era que casi todas las preguntas eran acerca del Trader Joes. “No sé- decía Bob- Yo ahora compro en Costco, me queda más cerca de mi casa”. Ah, Joes, you cold-hearted bastard!
“¿Sabe una cosa?- decía- tal vez dentro de poco me uniré con mi esposa, no puedo esperar para verla. A tomar un buen respiro. “¿No estará pensando en acelerar el proceso, señor? Oh, no- dijo Bob- que sea cuando el Señor así lo disponga, pero cuanto antes, mejor. No puedo vivir sin ella”. ¡Costco! Qué desgracia. Bob hablaba en serio, era evidente.
El sentimentalismo no ha caducado, pensé. Ha sido sólo de saber ignorar, algo como cubrirse en capas y no fijar la mirada allá hacia donde realmente se busca ir. Al fondo se escuchaba la voz de Bob, una voz ahogada, que se deslizaba desde otra orilla; otra tierra bajo otro cielo. “Tal vez sí hay vuelta atrás”, tal vez el regreso es posible. Giuseppe Verdi, decía Bob. El Falstaff, compuesto cuando Verdi tenía 83 años. Impresionante, a esa edad y creó la mejor ópera de la historia, ¿la ha escuchado? “El amor debe ser real, ¿cómo podría no serlo?”, no todo es una palmadita en la espalda. La he escuchado, pero por partes- le contesté. ¡Perfecto! Busque la versión dirigida por Sabata (¿Sabato?, no, ese es escritor; Sabata, con “a”); cuando la encuentre escúchela en una habitación, a oscuras, eso sí. Le aseguro que será la mejor noche de su vida (a lo mejor eso escuchó la noche en la que se amaron por primera vez, cantidades nada despreciables de sentimentalismo). Pero hay palmaditas que se reconocen desde lejos, que te hincan los dientes en la espalda, en los brazos, en el cuello. Palmaditas que te adulan, que te queman. Palmaditas que te entristecen. No soy muy fanático de la ópera-dije- pero lo tomaré en cuenta, Bob. Digo, ¿puedo llamarlo Bob? – Claro, así me llaman mis amigos. ¿Veinte minutos de conversación y ya somos amigos? Basta, para amistades el tiempo es cosa variable y relativa. Además, mucha tertulia en la cabeza lerdea las cosas, eso se sabe.
Yo no me pienso casar- le dije. La conversación se había tornado hacia ese tema, el temido compromiso. No digo que no- Bob replicó- pero como consejo (¿puedo darle un consejo? Si se casa y da los votos de fidelidad, esté seguro de ello, y si lo hace, su esposa se lo agradecerá toda su vida. Despertar al lado de la persona que usted ama… es invaluable) Escuché algo parecido a un sollozo. La costumbre de huirle a las lágrimas (propias y ajenas) te hace irreconocible ante ellas. Bob- qué complicado hablar- creo que usted ha sido un hombre afortunado, de verdad que sí. Ha tenido una riqueza envidiable. Sé que lo he sido- dijo Bob, orgulloso detrás de las lágrimas; sé que se le dibujó una sonrisa, allí detrás del llanto. Pero no hay necesidad de tristezas- me dijo- hay que estar alegre. Es más, ¿conoce a Giacomo Puccini? Entonces ha escuchado “Tosca”, espero. ¡Mejor aún!, muy buena comedia. ¡Pero si da lo mismo! Luego de “Tosca” y del “Falstaff” sé que le encantará la ópera.
Estudiante de la Universidad Nacional
Se llamaba Bob. Bueno, así le decían. Su nombre real era Robert Thompson, 79 años de edad, de profesión cantante de ópera (retirado), barítono, con un registro que se movía fácilmente entre el sol hasta el mi (primera línea, en clave de sol), buen vibrato y al parecer una buena presencia escénica. Cuando lo conocí tuve que hacerle varias preguntas acerca de almacenes en los que solía comprar comida y suministros para el hogar. Lo primero que Bob supo decirme después del saludo forzoso fue: “Lo siento, yo no sé nada de almacenes. Verá, mi esposa murió hace tres meses y medio y ella era quien se ocupaba de esos mandados”. Digamos que lo habitual en estos casos sería quedarse petrificado, olvidarse con un simple “entiendo, pero esta encuesta es muy importante para usted…”; pero este se suponía como un caso especial, por llamarlo así. Pasé a duras penas por las primeras veinte preguntas, procurando ignorar el luto con el que la voz de Bob se vestía, algo como “un pasaje sumido en el miedo”, como decía el belga-argentino. Bob alargaba cada respuesta con una anécdota acerca de su fiel esposa, aún cálida en su memoria, evocando su situación actual, habiéndose acomodado a lo mejor que pudo ante su pérdida. Cambió de almacén pues el Trader Joes era el favorito de su esposa. Bob solía llevarla allí, pero él difícilmente salía del auto; la esperaba un rato hasta que la veía regresar con las bolsas, sonriente; entonces Bob bajaba y la ayudaba con los víveres y esas cosas que los esposos hacen. “Bueno, Trader Joes es un buen lugar, a mi esposa le gustaba mucho, era su favorito”, decía. “Yo la conocí en Europa, durante una gira allá. Ella también era cantante”. Intentar ignorar esas anécdotas era necesario, había un trabajo que cumplir, pero Bob insistía en rememorar, parece que era lo más cercano que podía estar de ella, después de treinta y tantos años de matrimonio. Lo malo era que casi todas las preguntas eran acerca del Trader Joes. “No sé- decía Bob- Yo ahora compro en Costco, me queda más cerca de mi casa”. Ah, Joes, you cold-hearted bastard!
“¿Sabe una cosa?- decía- tal vez dentro de poco me uniré con mi esposa, no puedo esperar para verla. A tomar un buen respiro. “¿No estará pensando en acelerar el proceso, señor? Oh, no- dijo Bob- que sea cuando el Señor así lo disponga, pero cuanto antes, mejor. No puedo vivir sin ella”. ¡Costco! Qué desgracia. Bob hablaba en serio, era evidente.
El sentimentalismo no ha caducado, pensé. Ha sido sólo de saber ignorar, algo como cubrirse en capas y no fijar la mirada allá hacia donde realmente se busca ir. Al fondo se escuchaba la voz de Bob, una voz ahogada, que se deslizaba desde otra orilla; otra tierra bajo otro cielo. “Tal vez sí hay vuelta atrás”, tal vez el regreso es posible. Giuseppe Verdi, decía Bob. El Falstaff, compuesto cuando Verdi tenía 83 años. Impresionante, a esa edad y creó la mejor ópera de la historia, ¿la ha escuchado? “El amor debe ser real, ¿cómo podría no serlo?”, no todo es una palmadita en la espalda. La he escuchado, pero por partes- le contesté. ¡Perfecto! Busque la versión dirigida por Sabata (¿Sabato?, no, ese es escritor; Sabata, con “a”); cuando la encuentre escúchela en una habitación, a oscuras, eso sí. Le aseguro que será la mejor noche de su vida (a lo mejor eso escuchó la noche en la que se amaron por primera vez, cantidades nada despreciables de sentimentalismo). Pero hay palmaditas que se reconocen desde lejos, que te hincan los dientes en la espalda, en los brazos, en el cuello. Palmaditas que te adulan, que te queman. Palmaditas que te entristecen. No soy muy fanático de la ópera-dije- pero lo tomaré en cuenta, Bob. Digo, ¿puedo llamarlo Bob? – Claro, así me llaman mis amigos. ¿Veinte minutos de conversación y ya somos amigos? Basta, para amistades el tiempo es cosa variable y relativa. Además, mucha tertulia en la cabeza lerdea las cosas, eso se sabe.
Yo no me pienso casar- le dije. La conversación se había tornado hacia ese tema, el temido compromiso. No digo que no- Bob replicó- pero como consejo (¿puedo darle un consejo? Si se casa y da los votos de fidelidad, esté seguro de ello, y si lo hace, su esposa se lo agradecerá toda su vida. Despertar al lado de la persona que usted ama… es invaluable) Escuché algo parecido a un sollozo. La costumbre de huirle a las lágrimas (propias y ajenas) te hace irreconocible ante ellas. Bob- qué complicado hablar- creo que usted ha sido un hombre afortunado, de verdad que sí. Ha tenido una riqueza envidiable. Sé que lo he sido- dijo Bob, orgulloso detrás de las lágrimas; sé que se le dibujó una sonrisa, allí detrás del llanto. Pero no hay necesidad de tristezas- me dijo- hay que estar alegre. Es más, ¿conoce a Giacomo Puccini? Entonces ha escuchado “Tosca”, espero. ¡Mejor aún!, muy buena comedia. ¡Pero si da lo mismo! Luego de “Tosca” y del “Falstaff” sé que le encantará la ópera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario