noviembre 02, 2011

177. Contra la lectura obligatoria

Daniel Garro Sánchez

¡Qué placer el descubrimiento de un libro!

clip_image002 El primer libro que descubrí en la vida fue Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Llegué a él gracias a aquella vieja pero magnífica película de Disney, con Kirk Douglas, y gracias también a la finada Biblioteca Carmen Lyra, que se situaba, como algunos recordarán, debajo del quiosco del Parque Central. Fue a la edad de ocho años, y con ocho años descubrí también algo sobre mí mismo: que amaba aquella película, aquel libro y aquella biblioteca a la que me llevaba mi madre los domingos. Saber algo sobre uno mismo a los ocho años y estar plenamente seguro de eso, ya es algo; ya es un logro.

Después de varias novelas de Julio Verne, el siguiente gran descubrimiento fue La historia sin fin, de Michael Ende, otra vez gracias a la película y gracias también a una tía que me presentó el libro. Estos fueron mis descubrimientos de infancia.

Luego vino la época de colegio, y con ella, la época de Parque Jurásico y Michael Crichton. Fui parte de la multitud que asistió a recibir lo que para mí fue uno de los mejores obsequios que alguien pudo hacernos: ver a esos dinosaurios, ya no de plasticina o en stop motion, sino tan reales, ¡tan reales!, como si en verdad los hubieran clonado. La perfección de aquellos nuevos efectos computarizados —que a mi criterio siguen siendo los mejores de la historia, aún con los adelantos de hoy— y el milagro de aquellas imágenes, tan solo podían ser comparados con el milagro todavía ficticio de la clonación. Gracias a esta película, descubrí el libro que reactivó mi pasión por la lectura —pasión amenazada por las horribles lecturas del colegio—: el Parque Jurásico de Crichton. Fue el libro que me introdujo además en el mundo de los best sellers y en la literatura de mi propia época. A los quince años de edad, ya sabía muchas cosas sobre mí: que amaba a los dinosaurios, que amaba la ciencia ficción, y que amaba la lectura. Y algo más: que sabía cómo y dónde buscar un libro de mi gusto. Sabía lo que me gustaba y lo que no me gustaba; sabía lo que me hacía sentir bien, y para un adolescente, eso es algo muy valioso.

Con Caballo de Troya, de Benítez, descubrí que algo no andaba bien en cuanto a mi relación con los asuntos religiosos; con Stephen King descubrí mi gusto por el terror; con Isabel Allende comencé a reconciliarme con la literatura escrita en mi propio idioma, regenerando poco a poco el tejido afectivo dañado por las lecturas obligatorias de la escuela y del colegio; y con Isaac Asimov descubrí lo tiernos que me parecen los robots.

Cuando cumplí dieciocho años, recibí de mi madre el mejor regalo de cumpleaños de toda mi vida: una edición de Veinte mil leguas de viaje submarino en pasta dura, ilustrado, cosido y con letras doradas. Luego de la fiesta, y ya en privado —quizá por esa tontería de que los hombrecitos no lloran, y menos con cédula—, lloré de felicidad con aquel ejemplar entre mis manos. Y así, con mi mayoría de edad, sabía ya muchas cosas de mí: que podía llorar de felicidad, que amaba a mi madre, que amaba la lectura, y que me amaba y me agradecía a mí mismo por ello.

El día de hoy, a casi diez años de haber salido del colegio, con todo el conocimiento que tengo de mí mismo gracias a la lectura, y ahora que también gracias a ella he descubierto que puedo ser escritor, me sigo preguntando: ¿qué puede descubrir un chico en plena formación de su personalidad, y con su autoestima pendiente de un hilo, leyendo algo que no le agrada, algo que debe leer por imposición, algo que quizá no entenderá porque ni siquiera han sabido explicarle por qué rayos es tan imperioso que lo lea, algo que quizá ni podrá leer completo porque debe terminarlo para una fecha específica, algo que no ha sido descubierto por él mismo? ¿Qué puede descubrir? ¿Que no le gusta?

No hace falta ser un gran lector para saber eso.

¿Y con qué bagaje llegará ese chico a su madurez? ¿Con una larga lista de todas las cosas que odió leer? ¿Y eso qué? ¿Se puede anexar al currículo? Cuando hay una sociedad encima diciéndole todos los beneficios de la lectura y los perjuicios de no tener ese hábito —sociedad que, paradójicamente, no ha sabido enseñarle a leer, sino más bien a odiar la lectura—, ¿qué efecto tendrá esa abultada Lista de las cosas que odié leer?

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