Daniel Garro Sánchez
El discurso del Rey (2010), de Tom Hooper, es un multipremiado filme que, por estos días, no necesita mayor presentación; así mismo, Ludwig van Beethoven (Luigi, para sus amigos), tampoco la requiere, siendo candidato permanente al trono del mejor compositor de la historia. Pero, distanciados por más de un siglo, existía la imperiosa necesidad de unir las historias de Jorge VI de Inglaterra y de don Luigi, y esto es lo que hizo Tom Hooper en su película ganadora de siete premios Bafta y cuatro premios Oscar.
En la escena cumbre del filme, cuando el recién coronado Jorge VI debe dirigirse a la nación por motivo de la guerra con Alemania (y averiguar si su terapia de lenguaje ha funcionado para superar su tartamudeo y su pánico al micrófono), la música que escuchamos es el segundo movimiento de la Sétima Sinfonía de don Luigi, en una versión extendida para su adaptación a la escena.
Si ya desde antes esta célebre página musical gozaba de un generoso aprecio por parte del público, ahora, gracias a la película, ha adquirido una significación nueva y fresca, tan rica en matices y posibilidades hermenéuticas, que las que voy a exponer en esta breve reseña son apenas un dedo señalando.
Beethoven, el sordo, el misántropo, el que amaba más a un árbol que a un ser humano, el que se negaba a interpretar sus propias obras en público para no reconocer abiertamente su sordera (así como Jorge VI se negaba a hablar en público debido a su tartamudeo), el que luego trató de dirigir sufriendo ya una grave pérdida del oído y con resultados desastrosos (casi tan desastrosos como el fallido discurso de Jorge VI en el estadio de Wembley, momento registrado al inicio de la película), el que dirigió solo con mímica su Novena Sinfonía —la Novena, que fue realmente dirigida por Michael Umlauf; la Novena, que es la mejor obra musical que se haya escrito en la historia; la Novena, que don Luigi compuso estando ya casi sordo por completo y que no pudo escuchar siendo su propio autor, así como no pudo escuchar tampoco la aclamación del público seducido por ella; tan solo pudo ver esta aclamación, cuando alguien se acercó a él en el podio y lo hizo girar para que observara a la multitud aplaudiendo—; Beethoven, pues, compuso su Sétima Sinfonía en 1812 y dirigió su estreno un año después, dejando claras sus dificultades para dirigir. No obstante este tropiezo (¿o tartamudeo?) inicial, la Sétima ha gozado siempre de una saludable popularidad superada solo por la de las geniales Quinta, Sexta y por supuesto Novena; y es precisamente su segundo movimiento, el conmovedor y elegíaco Allegretto utilizado en la película, el responsable en gran medida de esa popularidad.
El protagonista de la Sétima Sinfonía (descrita por un eufórico Wagner como “la apoteosis de la danza”) es el ritmo. La potencia rítmica y el carácter dancístico son más evidentes en los movimientos primero, tercero y particularmente en el cuarto, que es un estallido de furor báquico que (dependiendo de la batuta) puede acercarse al paroxismo y al desenfreno. ¡Jamás se había visto ni oído a una orquesta sinfónica tocando a esa velocidad, antes del estreno de esta magnífica obra! Tendría que esperar el mundo a la Consagración de la Primavera de Stravinsky, para ver otro experimento rítmico de esa magnitud. No obstante, la aparente suavidad y parsimonia del Allegretto son engañosas; primero, porque este movimiento solo es suave y lento en comparación a los demás, y no así si lo consideramos por separado; y segundo, porque el ritmo sigue siendo el protagonista, aunque no lo parezca.
Inicia este Allegretto con una breve nota de los vientos y luego su característico ostinato de negra-corchea-corchea-negra-negra que lo caracteriza, en la cuerda grave, y que nos hace reconocerlo de inmediato. Durante los primeros compases, no hay melodía; solo ritmo: negra-corchea-corchea-negra-negra; negra-corchea-corchea-negra-negra; negra-corchea-corchea-negra-negra…
Mientras tanto, en la película, el Rey se planta frente al micrófono, y su terapeuta de lenguaje, Lionel, como un director de orquesta, le da la señal para que empiece su discurso. Escuchamos la nota inicial de los vientos; el Rey vacila, no habla, la gente aguarda, los radioescuchas aguardan, Inglaterra aguarda, el mundo aguarda; se repite la nota de los vientos (¿como un tartamudeo?), y el Rey, al fin, empieza a hablar:
En esta grave… hora… quizá la peor… de nuestra historia… envío… a todos los hogares de mi… (Lionel le recuerda con un gesto cómo debe pronunciar la p) pueblo… tanto aquí… como en el exterior… este mensaje… expresado con la misma profundidad de sentimientos… para cada uno de ustedes… como si pudiera cruzar sus umbrales… y hablarles… yo mismo.
Sobre el ostinato, con variaciones mínimas de tono, sin romper jamás la monotonía rítmica (siempre negra-corchea-corchea-negra-negra…), la melodía empieza a surgir, tímida, vacilante, grave, mientras el Rey, con largas pausas, y con la misma timidez, vacilación y gravedad, va dando forma a su discurso:
Por segunda vez en las vidas de la mayoría de nosotros… estamos… en guerra. Una y otra vez… hemos intentado hallar… una solución pacífica para las diferencias entre nosotros… y aquellos que son ahora nuestros… enemigos. Pero ha sido… en vano.
Lionel, con las manos y los brazos, y una hoja de papel en vez de batuta, dirige al Rey, cuyas pausas van siendo más cortas. Las siguientes frases, con una melodía de las cuerdas ya construida en su totalidad sobre el ostinato, serán más resueltas, como si el contenido de su mensaje finalmente comenzara a imponerse sobre su inquietud al pronunciarlo:
Hemos sido forzados a un conflicto. Debemos enfrentar el reto de un principio que, si llegara a prevalecer, resultaría fatal para cualquier orden civilizado… en el mundo. Este principio, despojado de todo disfraz, es sin duda… la (vuelve a vacilar en la p, pero sale airoso) primitiva doctrina según la cual, la fuerza… es la razón.
El inopinado director de orquesta en que se ha convertido Lionel, reconoce, como todo buen director de orquesta, el momento en que puede y debe dejarla que continúe la ejecución por sí misma, con indicaciones mínimas; y el inopinado hombre orquesta en que se ha convertido el Rey, como toda buena orquesta, lo hace, mientras el público escucha atento:
En nombre de todo aquello que consideremos amado, resulta impensable que nos neguemos a enfrentar… el reto. Es con este alto propósito que llamo hoy a mi pueblo (Lionel ya no debe ayudarle a pronunciar la p) en casa, y a mi pueblo más allá de los mares, a que hagan nuestra causa suya.
La música llega a su cumbre, la melodía surge plena y rotunda, al igual que la voz del Rey; el ostinato se convierte en marcha y Lionel no tendrá que volver a intervenir; el Rey ya no lo necesita, su sinfónica voz fluye sin tropiezo, fluye como la música y junto a la música, como si hubiera sido escrita allí en la partitura por la mano misma de don Luigi, como una sección más de la orquesta.
Les pido mantenerse calmados, firmes y unidos en esta hora de prueba. La tarea será dura. Podrá haber días oscuros, y la guerra ya no estará confinada al campo de batalla. Pero debemos hacer lo que consideramos correcto, y comprometer nuestra causa… a Dios.
La música se apacigua y se reduce, y el Rey llega al final de su discurso.
Si todos unidos nos mantenemos resueltamente fieles a ella, entonces, con la ayuda de Dios, finalmente… venceremos.
La gente aplaude, como aplaudió en el estreno de la Sétima, al punto en que debió obsequiarse el Allegretto como encore; aplaude como aplaudió en el estreno de la Novena, ante un Beethoven que ya no podía escuchar esos aplausos.
En los minutos finales de la película, mientras el Rey, en compañía de su familia, saluda a la multitud a la que ha enamorado, desde el balcón del Palacio de Buckingham, escuchamos otra cita musical de don Luigi: el reposado y hermoso Adagio del Concierto Emperador. El filme concluye con esta pacífica música del emisario musical de la paz por excelencia, el autor de esa Sétima y de esa Novena de las que hemos hablado, el autor de esa música para el Himno de la Alegría de Schiller, el discurso máximo de la paz y la fraternidad. Como un bello motivo de reconciliación, las escenas finales de El discurso del Rey nos hacen recordar que Beethoven era alemán, igual que Hitler, igual que Schiller.
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