Daniel Garro Sánchez
Lo más cerca que hemos estado de responder qué es la identidad centroamericana, es definir lo que no es: la identidad centroamericana no es euclidiana, y los intentos de definir esta identidad, anticipando —por no decir forzando— una solución euclidiana, han fracasado.
Así lo demuestra Werner Mackenbach en su conferencia ¿De la nación al tout-monde? Problemas, retos y perspectivas de los estudios regionales de Centroamérica y el Caribe, ofrecida durante el I Coloquio Internacional sobre Diversidad Cultural y Estudios Regionales, en setiembre de este año, y de la cual haré algunos comentarios en este rincón.
La parte que me ha interesado poderosamente de la conferencia del señor Mackenbach, es la cita que hace de La Isla que se repite, de Luis Álvarez Álvarez y Margarita Mateo Palmer: La cultura —no solo el Caribe— se corresponde, en tanto objeto complejo, a la vez espiritual y material, con la noción de objeto fractal alcanzado por la matemática y la física contemporáneas.
Diré entonces que Centroamérica no es un cuadrilátero que pueda dividirse en figuras congruentes, no es un triángulo equilátero, no es un plano que pueda pintarse fácilmente de un solo color; y sin embargo, eso se ha pretendido que sea, porque sería más fácil dividirla si fuese cuadrada, sería más fácil pintarla si fuese un solo plano; y esta solución euclidiana solo podría, puede y ha podido llegar a una cosa: la lucha biopolítica por establecer en cuántas partes vamos a fraccionar ese cuadrilátero, o de qué color vamos a pintar ese único plano.
Los conquistadores españoles querían que ese plano fuese de color blanco, el blanco español, el blanco del hombre blanco, de habla hispana y cristiano en su totalidad; sin porosidades o imperfecciones que dificultasen la pintura… pero al resistirse Centroamérica a la pintura —tragándola por sus poros y mezclándola, dando no el blanco sin mácula que pretendía España, sino tonos pardos, mulatos, morenos, blanqueados y demás—, debieron entonces los conquistadores pasarle por encima con varias manos violentas de pintura para tratar, hasta donde fuera posible, de ocultar esas pequeñas y no tan pequeñas variaciones que tan mal lucían en ese plano ístmico sinuoso, caderudo y abigarrado que España —y hasta el día de hoy, Europa, Estados Unidos e incluso nosotros mismos— ha pretendido ver macizo y uniforme.
Porque Centroamérica es un objeto complejo, erizado, múltiple, sensual, espinoso; es una mancha de tinta en el agua, expandiéndose como un estallido silencioso, variando sus tonalidades conforme a los cambios de densidad.
Es un objeto fractal.
Citando a Sergio Ramírez, ofrece Mackenbach la chistosa segmentación racial que los españoles, en su afán euclidiano, habían hecho como una forma de dominar o al menos etiquetar para su debido orden las raras y nada euclidianas combinaciones de colores que surgieron en esta Centroamérica deforme. Blanco + negro = pardo; indio + negro = zambo; 1/4 de sangre africana = un cuarterón; 1/5 de sangre africana = un quinterón; y para todos los demás elementos, en vista de que podían ser agrupados en un mismo conjunto sin mayor consecuencia, se creó la palabra mulato. Números cerrados y enteros, matemática perfecta, incuestionable; nada de fracciones, nada de grises, nada de transiciones.
En suma, geometría euclidiana.
Pero ya desde ese entonces fallaba Euclides, y la segmentación que pretendía traer la luz a las tinieblas terminó formando parte de la exuberancia orgiástica y barroca de esta Centroamérica promiscua y desenfrenada, que prolifera de sí misma como una infección lujuriosa, como un raro mutante hermafrodita cogiéndose a sí mismo y preñándose hasta reventar en pústulas de colorida virulencia. La lengua que los mismos españoles habían traído y circunscrito por la fuerza, se volvería contra ellos, mordería la mano de sus amos y se apuntaría en ese apareamiento colectivo centroamericano. De pronto había mulatos coyotes, mulatos lobos, mulatos prietos, mulatos blancos (¡¿?!), zambaigos, albarazados, cambujos, barcinos, chamizos, encerados, atezados, trigueños, loros y aberraciones en el último grado de la perversión imaginable, como los allí te estás, los tornatrás, los tente en el aire y los no te entiendo.
Señala Mackenbach, siguiendo a Ramírez, que la presencia de lo afrocaribeño, como un pegamento de junturas, o como la savia interna, es lo que une a Centroamérica y el Caribe; a la tierra y las islas. Cada una de esas islas que se repiten, al decir de Álvarez Álvarez y Mateo Palmer, es una punta, estría, poro, saliente o escama de la figura fractal, y esa circulación afrocaribeña, esa sangre que descolla casi fosforescente en la figura de la que hablamos, es un trazo que se repite delineando esas puntas, estrías, poros, salientes y escamas, como una superficie reverberante.
Una playa repetida en un pueblo, el pueblo en la isla, la isla en la tierra, la tierra en la ciudad y la ciudad en el continente; una relación de autosimilitud o autosemejanza donde la savia afrocaribeña no está aglutinada en una fracción cuadrangular, cercada en el conjunto de los números enteros; sino salpicada en trazos semejantes, como fértiles salpicaduras de pintura o semen, que se repiten en cada peldaño de la escala continental.
El trazo afrocaribeño que reverbera en la playa, su hábitat más común, reverbera también en el pueblo, en la isla, en la tierra, en la ciudad y en el continente; y en sitios ya alejados de ese hábitat primario. La figura, en cada una de sus escalas, es la misma; pero es serpenteante, rebelde, silvestre, desquiciadamente erótica; se niega a los ángulos rectos.
Como un torrente de agua imposible de contener, sino tan solo de encauzar, la mutabilidad del espacio centroamericano debía volver a conquistar a sus conquistadores, esta vez en el lecho de los estudios regionales. Al respecto, nos dice Mackenbach en su conferencia:
En los estudios caribeños y centroamericanos entretanto se ha vuelto un topos, un tópico comúnmente aceptado, comprender la región geográfica que hoy se llama el Gran Caribe y América Central o Centroamérica, como espacios dinámicos, mundos en movimiento y Transit Areas, que se caracterizan por múltiples procesos sociales, culturales y religiosos de superposición, entrecruzamiento y relaciones recíprocas. En sus dimensiones geográfico-culturales estas dos regiones son demarcadas paradigmáticamente como el área circuncaribe, es decir, una red altamente fragmentada de mundos insulares e islas-mundo, así como diversas unidades multilingües y transculturales ubicadas entre espacios insulares y franjas de tierra firme colindantes.
Estos cuestionamientos sobre la identidad de Centroamérica, a la larga, y dando origen a estudios regionales basados en la geometría fractal, ¿qué tanto podrán llegar a ser un aporte para los estudios de identidad de aquellos que pretendían encajonar la identidad de Centroamérica? ¿Existe acaso una sola Europa cuadrada, plana y monocromática? ¿Existe un solo Estados Unidos isósceles? ¿Son blancos todos los europeos? ¿Son protestantes todos los estadounidenses? ¿Cuánto podrán aprender ellos de sí mismos, al aprender de Centroamérica?
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