Por Daniel Garro Sánchez
Las dos obras que nos ocupan en el comentario del día de hoy, son la famosa novela Drácula de Bram Stoker, y la adaptación cinematográfica del director Francis Ford Coppola, titulada Bram Stoker’s Dracula.
Publicada en 1897, la novela Drácula es por mucho la obra más famosa de Bram Stoker, incluso en perjuicio de las otras obras del autor. Está basada en parte en las vidas de Vlad Tepes, El Empalador, y de la condesa Erzsébet Báthory. Ambos personajes han pasado a la historia por sus sangrientas aficiones, aunque obviamente, no eran vampiros (pero poco les faltó). El Conde Drácula es uno de los personajes literarios más adaptados al cine, la televisión y otros medios, incluyendo videojuegos, y su presencia en la cultura popular no requiere ejemplos.
En cuanto a la magnífica producción de Francis Ford Coppola, podemos comentar que aparece en diversas listas como una de las cien mejores películas de todos los tiempos. Fue rodada en 1992, con guión de James V. Hart y un reparto muy elegante y atractivo, que incluye a Gary Oldman (Drácula), Keanu Reeves (Jonathan), Anthony Hopkins (Van Helsing) y Winona Ryder (Mina).
Siguiendo la propuesta de películas anteriores, como la trilogía de El Padrino, o Apocalipsis ahora, Francis Ford Coppola inyecta un tema de relatividad moral en Drácula, inclinando la balanza del espectador hacia el lado de los que tendríamos que señalar como villanos. Al igual que en El Padrino, se construye un submundo (o podría decirse también “supermundo”) regido por otros valores éticos donde conviven vicios y virtudes que no son los mismos aceptados convencionalmente, donde el homicidio y la violencia no son punibles porque están justificados por otras bases éticas, e incluso pueden ser alimentados por fuentes como la lealtad, el honor y el amor. Así como el Padrino asesina, engaña, trafica y extorsiona para defender a su familia de las autoridades corruptas y de otros grupos mafiosos, Drácula beberá la sangre de los vivos y recurrirá a los poderes malignos para cobrarle una injusticia a Dios y al mundo.
Resulta sumamente curioso que siendo la película de Coppola una de las adaptaciones más fieles a la novela, sea a la vez tan diferente en el orden ético y en el tratamiento de los personajes. La película se apega más que ninguna otra a las acciones y al hilo del libro. Rescata incluso detalles tan menores de la novela como el transporte de los cajones de tierra de Transilvania en los que necesita yacer el Conde, las rutas marítimas y terrestres, fragmentos de las cartas y los diarios, y multitud de detalles que en otras películas no se muestran ni por asomo; y personajes de los que se prescinde en otros filmes, como Arthur Holmwood, Quincey Morris, los gitanos y las tres sensuales y malvadas novias de Drácula.
Sin embargo, a pesar de estos grandes parentescos, resulta sumamente atractivo descubrir las abismales diferencias que reposan en el marco ético y en los personajes, y que no son tan evidentes a primera vista; y descubrir la forma en que la película hace que la historia pase de ser el esquema convencional del Bien Absoluto contra el Mal Absoluto que es en su origen literario, a algo mucho más complejo, de valores en crisis, de Bien Relativo y Mal Relativo.
¿Cómo se busca en la película el aceptar y el “hacer aceptar” que el famoso Conde no está exento de compasión y salvación, y que nuestros héroes no son tan bondadosos como se supone? ¿Cómo poner a Drácula “del lado bueno, y ver con censura y hasta con desagrado a los héroes; a los que, en teoría, son “los buenos”?
La relativización de los valores éticos en la película arranca desde la introducción misma, donde se cuenta la trágica historia del Príncipe Vlad y Elizabeth (este personaje de Elizabeth es el único que aparece en la película y no en la novela). Es el año 1462; durante la invasión de los turcos a Rumania, el Príncipe Vlad, caballero de la Orden del Dragón (apodado “Drácula”), marcha a la guerra, dejando a su novia, Elizabeth, en el castillo de Transilvania. Después de sangrientas batallas en las que Drácula demuestra no solo su valentía, sino también su sadismo y su crueldad, dedica la victoria al cristianismo. Para vengarse de Drácula, los turcos lanzan una nota al castillo, informando falsamente que el caballero ha muerto. Desesperada, Elizabeth se suicida, lanzándose al río. En la capilla de su castillo, Drácula llora sobre el cuerpo de Elizabeth, y un sacerdote le dice que por haberse quitado la vida, su alma está condenada. Drácula, indignado y enfurecido, reniega de Dios y jura que se levantará de su muerte y se alimentará de la sangre para vivir.
A partir de ahí, ante la sangrienta labor con la que el Príncipe había demostrado su devoción al cristianismo, y ante la frialdad e intransigencia de ese mismo cristianismo que defendía, se le comienza a ofrecer al espectador la idea de la injusticia. No importa que Vlad Tepes haya asesinado, decapitado, empalado, torturado y quemado a cientos o miles de seres humanos; lo que se le hizo es una injusticia, es una ingrata forma de pagarle su violenta defensa de la Cruz.
La relativización de los valores se concentra entonces en el trío Drácula-Mina-Jonathan. Al ser Mina la reencarnación de Elizabeth, Drácula adquiere más derechos sobre ella que Jonathan, y aunque al principio se diría que Drácula se interpone entre Mina y Jonathan, luego parecerá más bien que Jonathan es el que se está interponiendo entre Drácula y Mina/Elizabeth. Bajo estas premisas, se cambia la tonalidad del relato de Stoker, moviendo a la compasión por el Conde y a la simpatía por su relación con Mina/Elizabeth, y moviendo también a perder la simpatía por el personaje de Jonathan.
La compasión de Mina por el Conde existe tanto en la novela como en la película; la diferencia es que en la novela no pasará de ser una compasión subordinada siempre al objetivo, a la necesidad de acabar con Drácula. En la película, la diferencia es radical, pasando de la compasión a la protección, la complicidad y, por supuesto, al amor.
La Mina de la novela es laboriosa y cooperadora en la lucha contra Drácula, y existe un ambiente de camaradería y sacrificio heroico en el grupo que gira en torno a ella (conformado por Jonathan, Van Helsing, el Dr. Seward, Quincey Morris y Arthur Holmwood) y que se sostiene en su fuerza moral, en su lealtad y abnegación; mientras que tenemos, en contra, el proceso que experimenta el personaje en la película, donde se muestra cada vez más hostil con ellos, y al mismo tiempo, compasiva y protectora con su “Príncipe”: el Conde.
En la película, la participación de Mina durante la persecución y cacería de Drácula, evoluciona desde una actitud enteramente pasiva, hasta una abierta complicidad con el Conde. En las escenas finales, cuando ya el carruaje de Drácula es perseguido de cerca por Jonathan y los suyos, el Conde —que viaja dentro del cajón de tierra, debilitado— ejerce sus poderes a través de Mina, y ella, extasiada, invoca una fuerte ventisca que dificulta la persecución. Nada de esto sucede en la novela.
Y en la lucha final contra Drácula y sus gitanos, veamos la diferencia entre una Mina y la otra. La de la novela registra en su diario: “Yo debía haber sentido un miedo terrible al ver a Jonathan en semejante peligro, pero sin duda experimentaba el ardor de la batalla igual que todos los demás: no tenía miedo, sino sólo un deseo extraño, incontenible, de hacer algo.” Ese “hacer algo” es, por supuesto, ayudar a Jonathan y su grupo. Por su parte, nuestra ambigua heroína de la película grita y se angustia al ver la lucha y el momento en que Jonathan hiere mortalmente al Conde, e incluso toma un arma y lo defiende, interponiéndose entre él y su esposo, a quien reta a hacerle lo mismo: “Cuando llegue mi hora, ¿me harás lo mismo? ¿Lo harás?”
Los otros miembros del heroico grupo de cazadores de vampiros también pueden pasar de ser los buenos a ser los malos de la película, literalmente. Y en ese sentido, el eje de este cambio es el famoso Dr. Van Helsing, personaje que, al igual que el Conde, ha dado pie a muchísimas referencias en la cultura popular.
Van Helsing, el cazador de vampiros por excelencia, el que domina sus secretos y conoce las armas para aniquilarlos, tendrá que verse convertido en villano y ocupar un sitio ingrato como oponente de Drácula, y por lo tanto, como obstáculo para el amor entre el Conde y Mina/Elizabeth.
Es importante hacer notar que, en el prólogo de la película, el sacerdote que aparece anunciándole a Vlad que el alma de Elizabeth está perdida por haberse suicidado, es el mismo actor que hace el papel de Van Helsing (Anthony Hopkins). Al asociar la figura de Van Helsing con la del sacerdote, se asocia también a un conjunto de valores. Parece sugerirse que Van Helsing es el enemigo de Drácula desde siglos antes, desde sus vidas pasadas, constituyendo un signo o casi una cuña entre Drácula y Elizabeth, y un portador del castigo del Conde. Sobra decir que desde el momento en que en la novela no existe esta historia trágica de Drácula y Elizabeth, no existe tampoco este legado de rivalidad entre Vlad/Drácula y Sacerdote/Van Helsing.
Es necesario observar también que el Van Helsing ácido, frío, sarcástico y hasta grosero de la película, no es el mismo Van Helsing de la novela, que es risueño, sí, dado a las bromas, también, pero infinitamente más amable y afectuoso. En la película, la relación de Van Helsing con los otros miembros del grupo no es todo lo armoniosa que se muestra en la novela, donde los hombres incluso se dan la mano y lloran de rodillas junto a Mina. En la película, Van Helsing los inquieta y hasta los ofende con su falta de tacto y su agresiva elocuencia.
El inopinado grupo de cazavampiros formado por él, Jonathan, el Dr. Seward, Quincey Morris y Arthur Holmwood, no es el modelo de camaradería, confianza y amabilidad que se muestra en el libro, y guiado por Jonathan, se torna hostil e intransigente, se vuelve un signo de persecución y justicia inquisitorial (detrás de la que se oculta la injusticia cometida contra el Conde).
La ambigüedad del final de la película es que a través del amor de Mina/Elizabeth, el alma del Conde Drácula sea redimida, a pesar de que ella haya optado ser aliada de uno de los villanos más célebres de la historia.
Pero de cualquier forma, no sería ni la primera ni la última vez que las películas de Francis Coppola juegan con la ambigüedad moral, como ya hemos dicho y ejemplificado con sus galardonados filmes de El Padrino, donde se llega a inspirar simpatía por la familia mafiosa de los Corleone. Sabemos, y sabremos siempre, que estos personajes, Drácula y los Corleone, son villanos; pero la propuesta de las películas de Coppola es que estos villanos poseen su propio código ético, donde a la par de antivalores convencionales, coexisten también valores convencionales rescatables, pero inesperados. Esta coexistencia solo es posible en el “supermundo” relativo de los villanos. Y el lector, convertido en espectador, puede darse la licencia de hacer lo mismo que Mina/Elizabeth: ponerse “del lado del malo”.
Las películas de Coppola —acertadas o no en cuanto a adaptaciones de obras literarias— son exquisitas invitaciones a adentrarnos, sin cargos de conciencia, en estos “supermundos” regidos por los villanos.
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