Daniel Garro Sánchez
Qué gusto cuando aparece algún artista joven que nos atrapa con una propuesta fresca, que es como un rico baldazo de agua que nos quita de golpe el sueño y la pereza, y con la progresiva mejoría de su trabajo, hasta llegar a ese punto en que uno pregunta: “¿y qué sigue?, ¿cuándo sale la próxima?”
Este es el caso del talentoso grupo que, encabezado por el visionario Miguel Gómez, me ha obsequiado un magnífico rato con su nueva película El Fin, que ha permanecido incólume en las salas de exhibición a pesar del mal trato que ha recibido de parte de las cadenas de cines de Costa Rica.
Por primera vez, un director nacional cuya carrera deseo seguir y cuyo siguiente paso aguardo con ansiedad; por primera vez, películas nacionales que deseo comprar y volver a ver en más de una ocasión; por primera vez, películas nacionales que no empiezan y veinte horas después terminan sin que haya pasado nada; por primera vez, películas con un estilo reconocible y honesto que no pretende jugar de arte superior, o arte fino, o arte no comercial, o como les entre la gana de llamarlo, sin haber siquiera pasado por un verdadero aprendizaje (un mal que también he observado en el ámbito literario nacional); por primera vez, un cineasta que ante nuestros ojos, sin falsedades ni arrogancias, aprende a sumar y restar como se debe, antes de meterse a resolver ecuaciones.
Da gusto observar la evolución de la carrera de Miguel Gómez, mejorando con cada filme, sumando a cada uno los aciertos del anterior y corrigiendo los defectos. En El Fin se suman los desenfados de El Cielo Rojo y el gusto por las situaciones no cotidianas de El Sanatorio. En El Fin retoma Gómez varios de los trucos humorísticos, introspectivos y retrospectivos de El Cielo Rojo, y les agrega la capacidad aprendida en El Sanatorio de esgrimir un aire de “cotidianidad tica” y aplicarlo a situaciones nada cotidianas de la realidad tica (lo fantástico en El Sanatorio, y lo apocalíptico en El Fin), como si fuera este aire una herramienta que se vuelve cada vez más útil conforme se aprende a usarla; como un ritmo que, debidamente aprendido, puede mezclarse con otros ritmos sin dejar de ser lo que es. La depuración de este ritmo propio de Gómez es quizá el mayor acierto de su nueva película, en cuanto al aprendizaje que como artista joven está llevando a cabo.
En El Fin todo está depurado con respecto a sus antecesoras: las actuaciones (que afrontaron mayores retos), la música (que esta vez sí se escucha y sí funciona), el guión (que se abre, se despliega y finalmente se resuelve de manera perfecta, sin dejar cabos sueltos, y que demuestra haber sido mucho mejor planificado que sus predecesores), la fotografía (que sencillamente es hermosa y mantiene un estilo a lo largo de toda la película), el sonido (ahora sí escuchamos con claridad todo lo que dicen los personajes), y en última instancia, la dirección, que limó los bordes afilados que habían quedado en El Cielo Rojo y en El Sanatorio, que pulió las superficies ásperas y las hizo brillar, que aseguró mejor las piezas que habían quedado sueltas, que hizo brillar su película.
Hay, por supuesto, mucho trabajo por delante, muchos bordes por limar, mucha matemática básica antes de las ecuaciones; pero lo principal ya existe: un proceso de aprendizaje que funciona y un alumno que no teme llevarlo a cabo. Y la reciente y magnífica noticia de que la compañía XYZ Films planea hacer un remake estadounidense de El Fin, confirma el atractivo y la frescura de la propuesta de Gómez, que ha llamado la atención de un mercado de entretenimiento como el de Estados Unidos donde parece que ya se ha hecho de todo.
Si no ha ido a ver El Fin, si cuando lea esto todavía se exhibe en los cines nacionales, no espere un día más; ¡vaya a verla inmediatamente!
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