Por Daniel Garro Sánchez
En esta ocasión, deseo obsequiar a mis lectores una pequeña ocurrencia mía titulada La última firma, que trata sobre uno de mis temas favoritos: la mafia. Espero algún día escribir una buena novela al respecto; pero mientras tanto, aquí les dejo esto:
No era el momento apropiado, no era correcto; el sujeto estaba con su esposa y sus pequeñas niñas rubiecitas de ojos azules; el restaurante estaba lleno, todos me verían y se acordarían siempre de mi rostro, me reconocerían en cualquier otro lugar. Miré su fotografía; sí, era él, indudablemente; era un sujeto demasiado famoso, lo cual tampoco me ayudaba; la mayoría de los clientes estarían observándolo.
Pero tenía que hacerlo, no tendría otra oportunidad de acercarme a él.
Palpé el bulto en mi bolsillo, me arreglé el cabello, me quité el abundante sudor con olor a miedo de la frente, solo para que inmediatamente estuviera llena otra vez.
¡Ja! El pánico escénico.
Me levanté, estiré mis ropas sencillas de pobre asalariado, me abotoné botones de la camisa que realmente no estaban desabotonados, deslicé mi mano en el bolsillo y empecé a caminar.
Me acerqué a la mesa.
Tal como pensé, muchas cabezas giraron y muchos ojos me siguieron.
Mi mano sudaba en el bolsillo.
Su esposa me miró; rostro alargado y bonito, ojos verdes, largas pestañas, cabello corto y elegante, muchas joyas, y una cierta tristeza en su sonrisa; típica esposa de sujeto famoso. Las niñas me observaron recelosamente con sus enormes ojos azules, brillantes y perfectamente redondos como canicas; sus pestañeos eran como el batir de alas de una mariposa.
Él me dedicó una expresión donde retozaban juntos la paciencia, el fastidio, la arrogancia y tan solo una blanca pizca de sorpresa, como si frecuentemente se acercaran a él hombres desconocidos para tratar alguna tontería.
—¿Alfonso Mutti? —pregunté.
—Sí, señor; ¿en qué puedo servirle?
Había una disimulada cautela en su voz.
Saqué mi mano del bolsillo; las miradas de la familia entera se clavaron en el objeto que sostenía.
Un revólver negro figuraba en la portada roja del libro, y Alfonso Mutti ofreció entonces una sonrisa cálida y relajada. Yo me excusé, me presenté, saludé al escritor y a la señora lo más cortésmente que pude y le solicité el autógrafo; él tomó mi ejemplar de su más reciente novela, sacó una pluma y comenzó a escribir en una de las primeras hojas, mientras yo esperaba con la cabeza inclinada y las manos juntas, en actitud humilde, como si estuviera ante el príncipe de algún lugarejo desértico y su esposa número quince.
—¿Cómo me dijo que se llamaba? —me preguntó, tratando de parecer muy interesado.
—Eeeeh, To… Toma, Tomasso.
—Tomasso —repitió en voz baja—. ¿Es italiano?
—Eeeh, de nacimiento no; mi, mi padre sí.
El señor Mutti acabó de escribir y me entregó el libro; yo dudé, no sabía si leer o no lo que había escrito, quería hacerle un millón de preguntas, quería felicitarlo y decirle que era mi escritor favorito, pero las miradas del restaurante ya pesaban sobre mi espalda y mi pecho, como un chaleco lleno de rocas. Cerré el libro y me despedí con exageradas inclinaciones de cabeza; no me atreví a tenderle la mano, me alejé andando hacia atrás, al estilo de los japoneses, y caminé hacia la puerta del restaurante sintiendo una ridícula euforia de quinceañera.
Creo que todas las celebridades, como mínimo, caen un poco mal, y de allí en adelante, se puede encontrar de todo; pero el señor Mutti me pareció buen sujeto; era de los que solo caen mal un poquito.
Cuando estaba a punto de atravesar el umbral, escuché los disparos; primero uno, fuerte, incisivo y estridente, que despedazó la calma de ese ambiente familiar del restaurante; algo de vidrio se rompió, un apagado golpe sobre una mesa, un chillido de silla deslizada, un grito de mujer y, luego, el segundo disparo; éste se me antojó menos fuerte, quizá por venir en la estela del anterior, pero de alguna forma sonó más concluyente, más fatal.
El libro se me cayó de las manos.
Mientras todo el restaurante quedaba sumido en una caótica barahúnda de gritos y pánico, un hombre pasó caminando rápidamente frente a mí, dejó caer un revólver a mis pies, salió a la calle y abordó un sedán negro que parecía haberse materializado frente al edificio; los neumáticos aullaron y el negro del vehículo se confundió con el negro de la noche citadina.
Me asomé al interior del restaurante; la cabeza de Alfonso Mutti reposaba sin movimiento sobre el plato de sopa; el cabello del escritor se apelmazaba con la sangre escupida por dos heridas grandes como cráteres. Había sangre en el mantel de la mesa, en la ropa del mesero, en las cortinas, en los vestidos de las tres niñas y en sus mejillas rosadas y en sus bucles rubios; había sangre en todos lados. Una de las niñas estaba catatónica, con la boca abierta y los ojos desorbitados; la otra miraba a todos lados, confusa y arrugada, a punto de sufrir un ataque; la tercera ya estaba sufriendo un ataque.
La esposa de Mutti gritaba histéricamente, con su bonito rostro deformado por el horror; hundía las uñas en los hombros de su marido, zarandeándolo, llenándose de sangre.
—¡Alfonso! ¡Alfonso! ¡Un doctor, un doctor! ¡Alguien!
Pero no había remedio, él estaba eficientemente muerto; ellos nunca fallan.
Me imaginé al perpetrador de pie frente a la mesa, un tiro a corta distancia y otro a quemarropa, para estar seguro; el asesino tenía un aspecto neutral, nada en su vestimenta ni en su rostro ayudarían a recordarlo, ninguno de los testigos lo reconocería si volviera a verlo, como si todo el tiempo hubiera estado cubierto con una sábana; ni siquiera yo lo reconocería, aunque pasó caminando frente a mí; algún extraño bloqueo mental me impedía determinar si era blanco o moreno, rubio o castaño, o la forma en que vestía, si usaba gabardina, o camisa, o hawaiana; el único detalle claro y preciso era el color negro.
Obviamente, el arma no tenía huellas y nunca podrían rastrearla; el auto no sería reconocido tampoco.
Miré hacia el suelo; junto al revólver de la portada del libro había caído el revólver auténtico, exhalando humo grisáceo, como un cigarrillo. Iba a tomar el libro, pero se me atravesó una impresión desagradable y químicamente repulsiva, como si estuviera a punto de tomar algo sucio junto a un basurero; no dentro del basurero, pero muy cerca del basurero.
Y lo dejé.
Nunca supe qué me escribió Alfonso Mutti; nunca pude hacerle el millón de preguntas, ni felicitarlo, ni decirle que era mi escritor favorito.
Nunca terminé de leer su último libro.
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