Por Daniel Garro Sánchez
Una de las tantas cosas que tal vez muy pocos saben sobre El más violento paraíso —además de que se trata de una de las mejores novelas de la historia literaria costarricense— es la naturaleza malheriana con la que fue concebida. Y si ya de por sí es escaso el material crítico que existe sobre la literatura costarricense, es todavía menor el que existe sobre esta obra colosal de Alexánder Obando, y casi me atrevería a apostar a que es nulo el que se enfoca en este importantísimo detalle que a la larga podría encerrar un nivel mayor de comprensión de la difícil novela (si no es así, háganmelo saber).
Admitámoslo: en Costa Rica son realmente pocos los auténticos aficionados conocedores de la música sinfónica. Son muchos los que la escuchan y la alaban, son muchos los que se jactan de escucharla, son muchos los que adornan su estatus social comprando las entradas más costosas de los conciertos de este tipo de música, fueron muchos los que engrosaron su currículum social con las entradas VIP de los caros conciertos de Pavarotti, Domingo y Bocelli efectuados en el país; son muchos los que duermen, se relajan, meditan, rezan y otras pendejadas con música sinfónica —¡nunca he entendido cómo logran hacerlo con Stravinsky!—; pero en verdad les digo, hermanos míos, que son muchos los llamados, pero pocos los elegidos. Si alguien les dice que conoce y escucha música sinfónica y pone como ejemplo a Richard Clayderman, ¡créanme!: NO CONOCE NI ESCUCHA MÚSICA SINFÓNICA.
Y punto.
El costarricense Alexánder Obando, autor de El más violento paraíso, es uno de esos pocos elegidos que además ha llegado a ser para mí un Sumo Pontífice, un Maestro, casi un guía espiritual del conocimiento de esta música que, sin importar lo que opine nadie, es la mejor que se ha creado en la historia, y una de las mayores y más reivindicadoras invenciones del ser humano; y en ese sentido, don Alexánder y yo compartimos un “fascismo musical que no acepta recursos de amparo”, en sus propias palabras.
Resulta, pues, que si Alexánder Obando es el Sumo Pontífice de su Iglesia, el segundo dios en importancia después de Dionisos, claro está, es Gustav Mahler (1860-1911).
“La sinfonía debe ser un mundo, debe contenerlo todo”; es la famosa declaración con la que Mahler prácticamente resume el propósito de sus colosales, heterogéneas, multitudinarias y ecuménicas sinfonías; obras como nadie más las ha hecho en la historia. Para encontrar producciones musicales que si acaso se acerquen a las proporciones mahlerianas, debemos ir a las sinfonías de Bruckner y Shostakovich, a la tetralogía de Wagner, o —que me disculpe el que me disculpe— a las partituras de Star Wars de John Williams, que en gran medida beben de la obra del iracundo sinfonista austriaco de origen bohemio.
Pero el estilo mahleriano no es un mero capricho de aglomerar antojadizamente la gran cantidad de recursos que requieren sus obras para ser ejecutadas —orquestas incrementadas, coros, solistas de todo tipo, instrumentos poco usuales, etc.—; así como tampoco es el puro gusto por las obras de larga duración. Esta grandilocuencia obedece a una rica sustancia temática que, ante la necesidad de transmitir esta idea de “sinfonía-mundo”, se apoya y refuerza con la multitud de elementos de los que echa mano.
El carácter de lo sinfónico es la armonización de cosas, el concurrir de diversas materias que ordinariamente estarían dispersas y que, tal como sucede en las sinfonías de Mahler, parecen ser incompatibles; y la unión orgánica y diríase milagrosa entre ellas, el fluido en el que son transportadas, es la sinfonía. En una sinfonía de Mahler encontramos sonidos de bandas militares, de danzas, de marchas, de valses, de la naturaleza, de la tormenta, de la noche, de la oscuridad, de lo sublime y lo vulgar, de lo épico y lo íntimo, y hasta de mundos y espacios que solo pueden ser visualizados en lo psicológico. Solo en una sinfonía de Mahler puede escucharse un milagro como la sutil transformación de fanfarrias de metales y fragor de batallas, en los tranquilos murmullos de un prado, o un bosque, o viceversa, sin que sepamos en qué momento dejó de ser una cosa para convertirse en otra.
No obstante, el que recientemente ha desbancado a Beethoven como el compositor más interpretado en las salas de conciertos, también consiguió esta multiplicidad orgánica por otros medios, como el género de la canción, que cosechó con multitud de ellas, agrupadas en grandes colecciones, unas para cantante y orquesta, y otras para cantante y piano. También está el caso de su Cuarta Sinfonía, que es bastante corta en comparación a las demás y con una orquesta reducida. Aún en estas obras, lo sinfónico está presente, la multiplicidad de la “sinfonía-mundo” está ahí.
Podemos ya esbozar los parentescos entre las sinfonías de Mahler y El más violento paraíso, que a lo largo de centenares de páginas ofrece incontables situaciones y personajes, ubicados en diferentes épocas, desde la Antigua Grecia, hasta un futuro apocalíptico, y en tal diversidad de escenarios que puede saltar desde la pequeña Costa Rica, con sus pequeñas gentes y sus pequeñas trifulcas, hasta el Imperio Bizantino y luego a los complejos lunares.
No en vano el autor costarricense se hace llamar “compositor mahleriano” en su libro; no en vano hay constantes referencias y epígrafes de Mahler y Bruckner a lo largo de la novela, no en vano la siguiente obra de don Alex se llamaría igual que una obra de Mahler: Canciones a la muerte de los niños. Y así como la música de Mahler puede cambiar intempestivamente de un vals a una marcha fúnebre, o de un íntimo y oscuro adagio a una fanfarria belicosa; así como los sonidos de praderas y animalillos pueden ser interrumpidos de pronto por un estallido de guerra, así como una suave melodía puede llevar a lomos extraños toques de trompetas o competir contra una banda furiosa tocando en offstage —esta imprevisibilidad y heterogeneidad de la música de Mahler acarrearía una incomprensión de la misma que se mantendría hasta bien avanzado el siglo XX—; de la misma forma, la sinfonía-mundo literaria de Obando puede pasar de la oscura situación de una pareja de homosexuales, a un cataclismo en un complejo lunar; de un trozo de mitología griega, a un trozo de poesía; de una refriega de escritores en el pueblo chico-infierno grande del mundillo literario costarricense, a la invasión de Mehmet II a Constantinopla.
Y así como es ardua la tarea de encontrar la unidad de la multitud de cosas que pueden conformar una sinfonía mahleriana, es igualmente ardua la de encontrar la salida del laberinto de Alexánder Obando. Solo después de sacar el rato para escuchar lo suficiente a Mahler y leer El más violento paraíso (¡y es un buen rato el que hay que sacar en ambos casos!), nos damos cuenta de que la salida del laberinto no es salir de él, sino recorrerlo totalmente, y que la unión de todos esos elementos es uno mismo, el oyente-lector, el protagonista de la sinfonía-novela-mundo.
Nuevamente insisto en la riqueza que el conocimiento de la música sinfónica puede aportar al bagaje intelectual de los críticos y los artistas, y al aumento de su campo de acción. Y lamento que en Costa Rica, que es donde primeramente debe o debería surgir el estudio crítico de nuestras letras, se siembra el maíz en exceso.
Mucho me temo que el público costarricense, todavía empecinado en sus calufas y tías panchitas, sea como aquel público decimonónico finisecular que penosamente asimilaba a Wagner y no sabía qué hacer con Mahler (¡y eso que todavía les faltaba Stravinsky!); temo que no esté listo para El más violento paraíso, a pesar de que en otras latitudes ya han desarrollado literaturas mucho más avanzadas, y a pesar de que El más violento paraíso habla tanto de Costa Rica como del mundo, y que pone a Costa Rica en el mundo, en esa sinfonía-mundo que interpretamos todos. Y temo también que uno de nuestros más grandiosos escritores tenga que esperar a que llegue su momento, como tuvo que esperar Mahler.
Pero, ¡qué va a saber el chancho de astronomía!
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