Por Daniel Garro Sánchez
Espero que mis atentos lectores se encuentren bien y mucho más saludables que este servidor de ustedes, quien ya tiene la punta de la nariz quemada, los ojos hinchados y las vías respiratorias como una autopista nacional en hora pico.
Para el día de hoy tenía preparadas o al menos pensadas multitud de cosas que poco o nada tenían que ver con el producto que finalmente les he entregado. Planeaba referirme a Alexánder Obando, al fútbol nacional (que está tan enfermo como yo), a la falta de apoyo para los escritores nacionales, etc., etc., etc. Pero finalmente, dado que el ánimo, la cabeza y la nariz no me dieron para más, hablaré de mi resfriado.
Resulta que este humilde suscrito odia el calor, odia los días excesivamente soleados, y odia también la sudoración. A cambio, adora el frío, la niebla, la lluvia, la oscuridad y los días grises. De ahí su siempre “alegre y colorado semblante”. Pues bien, dado que la semana pasada hubo niveles de calor que sobrepasaban lo decente y admisible, el suscrito decidió aprovechar su existencia solitaria y andar en su apartamento en traje de Adán la mayor parte del tiempo. Así mismo, optó por el agua fría en lugar del agua tibia que, dicho sea de paso, fue recomendada por su fisioterapeuta; e igualmente, prescindió de las cobijas al dormir. Durante las horas laborales, aprovechó ese maravilloso invento que es el aire acondicionado —¡juro que es lo mejor que ha inventado el ser humano!—, y lo mantuvo en su compañía cada vez que fue posible hacerlo, así fuera durante lapsos de minutos.
Quizá el suscrito cometió el pequeño error de no contemplar las posibles consecuencias de los cambios bruscos de temperatura, y se abandonó al mero placer de ingresar a un ambiente con aire acondicionado después de permanecer bajo la odiosa cara del sol. Quizá no fue muy buena idea utilizar el aire acondicionado del auto al máximo, con los abanicos dirigidos al rostro, en los momentos de salir del auto para abrir el portón de la cochera, reingresar al auto, estacionar el auto, salir del auto otra vez y… ajá, sí, tienen ustedes toda la razón.
Bueno, quizá la semana pasada varias cosas no fueron buena idea.
El hecho es que ahora me corresponderá evitar los cálidos brazos del frío y permanecer bien abrigado, bien empastillado y, lo peor de todo, bien sudado —y con una desmedida e indeseable conciencia de la multitud de fluidos que produce mi cuerpo—, mientras la gripe tenga a bien aprovechar mi hospitalidad.
Por el día de hoy no escribiré más para que no se contagien mis buenos lectores.
Hasta pronto, y que viva el mejor clima del mundo: ¡Siberia!
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