Por Mario Valverde M.
El hecho de quedar tendido (así lo mostró la página central de un periódico de gran circulación), en una esquina de la fría cárcel, muerto, encogido, arrecostado a la pared, producto de un aneurisma, no es mi preocupación de este artículo de El Muro. Al fin, que mejor que la muerte ante la soledad e impotencia de no poder hacer lo que uno medianamente pueda decidir (no tenemos libertad a 100%, el mismo Diablo está condenado a no acercarse al frío), pero decidimos al fin y al cabo. No más piensen en tener una sola hora de sol, de luz, regalo de todos los días del astro SOL. Sin poder hablar, si no es a gritos y con papeles (yo me los desearía para escribir de estos temas): “Mae aguantá…ahorita me llega una carta”…”Pronto cachilás nos iremos volando, vos sabés con qué”.
Y todos los días es una fuga y la mente quédate quieta y el ejercicio físico, si a eso puede llamársele ejercicio físico, caminando como bestia encerrada, sentadillas, lagartijas, estirar y estirar el tiempo; y el llanto por horas, calladito en el mismo rinconcito donde te encontraron muerto.
A quién carajos no se le van estallar las venas con las ganas de pensar en el mundo de afuera, las güilas, el amor, la taberna, las comidas, las mejengas, los billetes guardados debajo del colchón. Pero ya llegaste aquí a lo más profundo de la destrucción humana, a la mayor impotencia del movimiento, al tiburón sin aletas, el águila arpía sin bosque. Y para llegar a Máxima, te fuiste soltando de a poquitos en tu barrio de retos y pobreza, donde no había otra opción. O eras tú, o eran los otros. Casa sin mesa, sin madre o sin padre, sin comida, con el tugurio destilando gritos y lluvias por todas las latas. Y la droga en la esquina, en el bar, en la plaza, en la casa, en el búnker.
Y como todo tiene sus héroes, la meta para muchos es llegar hasta donde llegan los más hombrecitos, hasta donde llega la locura, hasta donde llega el silencio destructor del ojo por ojo de nuestra justicia: Máxima Seguridad.
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