Por Mario Valverde M.
Las lágrimas constituyen algo terrenal. Es propio de nuestro elemento agua. Somos homos sapiens líquidos. Por eso, fuera de nuestra hermosa Tierra, fuera de nuestra atmósfera -colchón que detiene los poderosos rayos que emanan del Sol, sin el cual, no sería posible la vida-, las lágrimas salidas del espíritu del dolor, no existen.
Los constantes viajes de los astronautas lo han comprobado. Ni gringos, ni rusos, ni japoneses, ni ticos (Franklin Chang), ni italianos, ni hindúes, han podido derramar lágrimas cuando, por ejemplo, contemplan cada noventa minutos una vuelta completa la bolita azul, desde el transbordador o las cápsulas rusas, o desde el laboratorio internacional que flota como araña gigante encima de nuestras cabezas. La ingravidez no permite que las lágrimas fluyan. Esas gotitas saladas que salen de los cañitos profundos del alma, cuando nos duele la Vida, cuando asoma el dolor y peor en nuestras hijas e hijos pequeños, no salen fuera de la Tierra.
Sin embargo, el porqué lloramos, el porqué están unidas las lágrimas al dolor y al morirnos de risa, no lo puedo explicar. Lo que sí es que esas gotitas saladas son necesarias para descargar las emociones más profundas de la mente empozadas en cuevitas que se desbordan para sacar los límites del dolor y la alegría. Yo no me imagino -debemos acostumbrarnos- la vida fuera de la Tierra sin lágrimas. Así podríamos ir dibujando a los extraterrestres para entendernos: nosotros lloraríamos a moco tendido y ellos y ellas, de otros mundos, simplemente nos mirarían extrañados de ver bajar torrentes de agua viva por las esquinitas de nuestros ojos.
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