junio 28, 2011

159. APOCALIPSIS

Por Mario Valverde M.

“La crueldad es un tirano sólo sostenido por el miedo”

William Shakespeare

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Como moscas ante un trozo descompuesto de pescado en el basurero o rockeros en un intenso concierto metálico de la banda Slayer, brotaron, producto de los valores globalizantes del nuevo Paraíso del Consumo, millones de ladrones y asesinos organizados en pandillas, tatuados y formados en todo tipo de drogas duras.

Las cárceles se llenaron, hacinadas en su mayoría de jóvenes con títulos universitarios, sin trabajo, cerebros informáticos viviendo en tugurios (no serían jamás sujetos de crédito), deambulando por los barrios marginados, organizando pandillas para robar y asesinarse entre sí.

Los políticos, último eslabón, se refugiaron en el poder de sus ejércitos represivos y los medios de comunicación, saqueando el erario público, unidos, pegaditos a la religión oficial que se aprovechaba del miedo para pedir limosnas, a cambio de un mundo mejor, de igual forma lo hacían las no oficiales mediante el diezmo y el temor.

Los pocos ciudadanos honrados vivían en fortalezas, armados casa por casa. Las avenidas de las ciudades eran un enjambre de pandilleros, vendiendo objetos robados y drogas. Los cadáveres por cientos no los recogían, los quemaban entre ellos mismos. El comercio todo era en línea. Autos blindados con escolta salían a repartir los productos. Todo se pagaba con dinero plástico. Las noches en los barrios eran de horror: orgías en todas las esquinas con sexo expuesto, locos deambulando con sus cabezas tostadas por las drogas, música estridente y distinta cada cincuenta metros, retumbando en las tapias de diez metros de las fortalezas - condominios. Por el temor a la delación, el lenguaje fue cambiando a la comunicación por señas; ni siquiera al escrito se le tuvo confianza. El promedio de vida se redujo a veinticinco años. Nadie quería tener hijos ni hijas. Los hijos mataban a sus padres por necios y viejos (la caimanocracia).

Luego todo fue como en Sodoma y Gomorra y como no había uno solo que valiera la pena, el amor llegó a desaparecer de nuestros genes, simplemente nos terminamos por el simple placer de odiarnos unos a otros. Bueno, también debo confesar que los bosques se llegaron a extinguir, los ríos se secaron, nadie sembraba ni una semilla de frijol, no había pájaros, ni delfines, ni ballenas jorobadas; ya no quedaban niños ni niñas para cantar “estaba la pájara pinta, sentadita en su verde limón, con el pico recoge la hoja con la hoja recoge la flor”. Por lo tanto, tampoco quedaron escuelas, ni cárceles (todos los malos estaban fuera), ni políticos (pasaron a formar parte de los depredadores); los mares eran manchas gigantes de petróleo. La única testigo se salvó por su lejanía: la Luna, que siguió con su ciclo ordenado, preciso y amoroso.

O tempora, o mores (¡Oh tiempos, oh costumbres!). Cicerón dijo esta frase lamentando la perversidad y la tibieza de sus contemporáneos. Ojalá mi escrito sólo sea una falsa visión apocalíptica.

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