Daniel Garro Sánchez
En cierta ocasión, hice un disco de música en MP3 para escuchar en el reproductor de mi vehículo, tomando arbitrariamente pistas de diferentes discos de mi colección. El repertorio fue el siguiente: Meat Loaf, Enya, Apocalyptica, Sarah Brightman, Evanescence, Nightwish, Loreena McKennit y Pink Floyd. Alguien me preguntó si la elección fue al azar, con el mero fin de tener música no solo variada sino variadísima en el disco, o si existía alguna extraña lógica en la escogencia. Yo respondí, sencillamente, que todas las piezas elegidas se me parecían. La siguiente pregunta fue, por supuesto, ¿en qué rayos se te ocurre que se parecen? (¡Y eso que omití a Grieg y a Sibelius!).
Pues bien, una respuesta inicial abarcaría las similitudes reales y obvias entre los artistas –como Nightwish y Evanescence, o Apocalyptica-, y también algunos parentescos aislados entre ciertas piezas –como Sleeping Sun de Nightwish con piezas de Sarah Brightman, o algunas de la Brightman con las de Enya-; o conexiones auténticas como la adaptación que se atrevió a hacer Nightwish de la High Hopes de Pink Floyd, o que haya autores comunes detrás de las composiciones de varios de ellos.
Pero la auténtica respuesta no estaba allí, en esas casualidades y relaciones.
La auténtica respuesta solo yo la conocía y la entendía; pero no supe cómo expresarla. Sencillamente las benditas piezas se me parecían; así se tratara de o Bring me to life. Pero, ¿por qué se me parecían? ¿Por qué algo tan extremo como que Grieg y Sibelius hayan estado contemplados para la misma selección?
Punzado en el orgullo de escritor, me impuse la tarea de referir con palabras lo que hasta ese momento no había sabido explicar; y los dos primeros términos que utilicé fueron color y textura. Todas las piezas elegidas tenían los mismos colores: grisáceo, pálido, azulado, como la niebla atrapada en los árboles, como el océano a medio congelar en las mayores latitudes, como los picos más altos de las montañas, como un triste y descolorido amanecer. Y la misma textura: lisa, dúctil y resbalosa, como una envoltura plástica, como agua estancada, o como un techo de zinc mojado. Y había algo más extraño aún: todas las piezas “reverberaban”, como la superficie de un lago; devolvían la luz raquítica y arrepentida de ese cielo traslúcido que me evocaban; brillaban tenuemente como la carrocería de un auto bajo un aguacero de mediodía.
En el caso de Pink Floyd, solo en las piezas de A momentary Lapse of Reason y Divison Bell está presente el fenómeno del que hablo; no así en los otros álbumes. Y si se trata de Sarah Brightman, me sucede con los discos Harem y Time to say Goodbye, pero no en los de Andrew Lloyd Weber. Con Grieg y Sibelius siempre me pasa. Y no creo que la relación de parentesco entre los chicos de Nightwish y Apocalyptica se trate solamente de que su hogar, Finlandia, haya sido el mismo de Sibelius; creo que la relación está en que todos estos músicos percibieron los mismos colores y texturas en algún momento.
Finalmente, llegué a la palabra que explicó y aglutinó a todas las demás, la palabra que debí haber usado desde el principio: sinestesia.
Sinestesia, palabra flotante y gaseosa, como un conjuro mágico, es precisamente la explicación del hechizo fascinante que el arte produce cuando se confunden los sentidos.
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