septiembre 13, 2011

170. A una alondra

Rose Marie Hernández Vargas

clip_image002

Poeta Percy Bysshe Shelley (Gran Bretaña, 1792-1822), considerado uno de los más grandes poetas ingleses románticos.

A una alondra

¡Sé bienvenido, jubiloso espíritu!

No fuiste nunca un pájaro,

tú, que desde los cielos o cerca de sus lindes,

el corazón derramas

en profusos acentos, con arte no pensado.

Alta, siempre más alta,

de la tierra te lanzas

como nube de fuego;

por el azul revuelas

y cantando, te ciernes y, cerniéndote, cantas.

En dorados relámpagos

del sol, ya trasmontado,

donde se encienden nubes,

flotas tú y te deslizas

como gozo sin cuerpo que empieza su carrera.

La tardecita pálida y purpúrea, en torno

de tu vuelo se funde:

como estrella del cielo,

al ser día, invisible

eres tú, pero escucho tu voz dulce y aguda,

fina como las flechas

de la esfera de plata,

cuya viva luz mengua

en la blanca alborada,

y ya, sin verla apenas, lejana la sentimos.

Todo el aire y la tierra

de tus trinos se colman:

así, en la noche pura,

desde una nube sola,

derrama luz la luna y se inundan los cielos.

No sabemos quién eres.

Y a ti más parecido

¿qué habrá? De la irisada nube no fluyen nunca

gotas tan radiantes,

como de tu presencia nos llueven melodías.

Así un poeta oculto

en luz de pensamientos,

que entona sus canciones,

hasta sentir el mundo

temores y esperanzas que no advirtiera nunca.

Así un alta doncella

en torre de un palacio,

que alivia pesadumbres

de amor secretamente, con música tan dulce

como el amor, fluyendo de su estancia.

Tal dorada luciérnaga

en valle de rocío,

que esparce, sin ser vista,

aéreos, sus fulgores,

entre flores y hierba que a los ojos la ocultan.

Cual rosa retirada

entre sus hojas verdes,

deshojada por brisas

tibias, hasta que sienten desmayo, por exceso

de aroma, sus ladrones de vuelo fatigado.

Al son de los chubascos

de primavera, en hierbas relucientes,

a flores despertadas por la lluvia,

a todo lo que hubiere

de alegre, claro y fresco, tu música aventaja.

Dinos, ave o espíritu,

tus dulces pensamientos:

nunca oí una alabanza

del amor o del vino,

que tan divino arrobo, ardiente, derramara.

Los coros de Himeneo,

los cantos de victoria,

junto a los tuyos fueran

ostentación vacía,

aquello en que se siente alguna falla oculta.

¿Qué objetos son la fuente

de tu feliz gorjeo?

¿Qué campos, ondas, montes?

¿Qué cielos o llanuras?

¿Qué amor de semejantes y qué ignorar de penas?

En tu alegría clara

no caben languideces;

la sombra de la angustia

nunca a ti se ha acercado;

amas y el triste hastío de amor nunca supiste.

En vigilia o dormida,

pensarás de la muerte

cosas más ciertas y hondas

que nosotros, mortales:

si no, ¿cómo brotara tu arroyo cristalino?

Miramos antes, luego;

lo que no es lloramos:

nuestra risa más clara

se mezcla con suspiros;

da los más dulces cantos nuestro pesar más triste.

Mas si hiciéramos burla

de orgullo y odio y miedo;

si hubiésemos nacido

para no llorar nunca,

no sé si llegaríamos tan cerca de tu gozo.

Mejor que todo verso

de sones deliciosos,

mejor que las preseas

de los libros, tu arte

será para el poeta, ¡tú, que al suelo escarneces!

Si un poco me dijeras

del gozo que tú sabes,

tal locura armoniosa

brotara de mis labios,

que, como yo te escucho, el mundo escucharía.

Versión de Màrie Montand

No hay comentarios:

Publicar un comentario