Mario Valverde M.
Mi jardín es mi dios en la tierra.
Hoy los tomates verdes se esconden entre su follaje. Cuando me acerco a tantearlos si están pintones, sus hojas despiden un aroma de “aquí estamos”, “pronto estará tu fruto”, aroma penetrante y explosivo que se disemina a su alrededor. La planta es toda una ciudad llena de alegría.
La lluvia regresa. Moja todas las orquídeas, sus flores expuestas; sobre todo, me fijo en una que llamo cacao por su olor a chocolate, crece con su vara larga y sus flores cafés con sus pistilos amarillos. ¡Tanta abundancia de belleza y olores en mi jardín!
Las palmeras muestran sus hojas partidas e inclinadas por donde se cuela la lluvia y el viento. Por las paredes de las tapias, suben las plantas trepadoras de hojas de corazón con su guía en la punta como especie de ojos en busca de la luz, que parece decir “aquí voy cerquita del sol”.
Pero a la verdad, lo que más me asombra de mi jardín es su silencio. Si algo tiene de especial la naturaleza, de seguro, es su silencio. El problema es que cada vez escuchamos menos los silencios. ¿Acaso -no podríamos decir- que los silencios se nos pierden en el día a día, en el tráfago de la vida diaria? Por eso mi jardín, por algunas tardes cuando estoy completamente solo (que me perdone mi familia), con el ruido de la lluvia y los aromas vueltos locos, me llama el sueño de lo profundo y sin darme cuenta paso a ser parte de mi jardín, de mi Paraíso, del aroma del tomate, de la flor del cacao, subo como especie de enredadera al placer de mi fantasía, me cuelo como viento de palmera a los recuerdos y es cuando entiendo la unión de lo múltiple con el UNO.
Hoy los tomates verdes se esconden entre su follaje. Cuando me acerco a tantearlos si están pintones, sus hojas despiden un aroma de “aquí estamos”, “pronto estará tu fruto”, aroma penetrante y explosivo que se disemina a su alrededor. La planta es toda una ciudad llena de alegría.
La lluvia regresa. Moja todas las orquídeas, sus flores expuestas; sobre todo, me fijo en una que llamo cacao por su olor a chocolate, crece con su vara larga y sus flores cafés con sus pistilos amarillos. ¡Tanta abundancia de belleza y olores en mi jardín!
Las palmeras muestran sus hojas partidas e inclinadas por donde se cuela la lluvia y el viento. Por las paredes de las tapias, suben las plantas trepadoras de hojas de corazón con su guía en la punta como especie de ojos en busca de la luz, que parece decir “aquí voy cerquita del sol”.
Pero a la verdad, lo que más me asombra de mi jardín es su silencio. Si algo tiene de especial la naturaleza, de seguro, es su silencio. El problema es que cada vez escuchamos menos los silencios. ¿Acaso -no podríamos decir- que los silencios se nos pierden en el día a día, en el tráfago de la vida diaria? Por eso mi jardín, por algunas tardes cuando estoy completamente solo (que me perdone mi familia), con el ruido de la lluvia y los aromas vueltos locos, me llama el sueño de lo profundo y sin darme cuenta paso a ser parte de mi jardín, de mi Paraíso, del aroma del tomate, de la flor del cacao, subo como especie de enredadera al placer de mi fantasía, me cuelo como viento de palmera a los recuerdos y es cuando entiendo la unión de lo múltiple con el UNO.
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