octubre 26, 2012

211. El Club Americano en Quepos



Mario Valverde M.

 
En Quepos había dos clubes: el Club Banana, donde se reunían los obreros del ferrocarril, del banano, jardineros, sus esposas y sus hijos, y el Club Americano, el del gerente general, el jefe de ferrocarriles y los altos mandos, por lo general, gringos o  canadienses. Las mejores casas eran para ellos. También tenía una casa de lujo, llamada Casa de Huéspedes, con vista total al mar y construida cerca del farallón; una escalera metálica bajaba por toda la roca, donde se acercaba un bote para los traslados personales o simplemente para recreación. Otras casas más abajo, de madera, de dos plantas, con lo mejor en muebles, cocinas, refrigeradoras, abanicos, camas fuertes, anchas, con cuartos espaciosos, ventanas con puertas y cedazos para protección del mosquito y su apropiada ventilación. Todas montadas en una colina desde donde se escuchaba el mar y algunas con vista al inmenso mar azul. Para el deporte, una cancha de tenis que usábamos los niños y adolescentes en la práctica diaria del fútbol; se jugaba por la tarde, cerca de las cuatro, cuando bajaba el sol, hasta muy entrada la noche. ¡Cuántos sudores dejamos de tarde en tarde! Más abajo, la piscina de agua salada, donde cada día, después de las dos hasta las cuatro para ir a mejenguear. Los sábados toda la mañana, nos reuníamos a nadar, a jugar quedó, sumergiéndonos para que no nos tocaran, si nos tocaban, teníamos que perseguir al grupo. Había verdaderos nadadores que se sumergían por toda la piscina. También jugábamos a saltos del trampolín. El más difícil, el salto del ángel. Se corría por toda la tabla de madera, cerca de su final nos impulsábamos hacia lo más alto y luego estiramos el cuerpo hacia adelante en el aire y chupulún al agua salada que provenía bombeada desde el mar: por eso nuestros ojos siempre estaban rojos.

Y arriba de la piscina: el Club Americano. Se abría los sábados por la noche. Sólo podían visitarlo los de la zona americana. El Club Banana tenía su propio cine. Yo visitaba los dos. El Club Americano tenía su encanto. El salón era plano. Tenía sillas y mecedoras para ver películas como las de H. Bogart y Ava Gardner en Casablanca. Y como no enamorarse de A. Hepburn en su película Vacaciones en Roma o de Grace Kelly en Mogambo o de Vivian Leight en Lo que el viento se llevó o L. Turner en El cartero siempre llama dos veces. Salía uno del cine mirando las estrellas marinas y nos dormíamos entre suspiro  y suspiro colgaditos de sus bellísimos rostros. O como no recordar, entre muchos otros, a directores como John Ford, Las uvas de la ira, Orson Wells, Tim Holt en su película A través del Río Grande,  Frank Sinatra, Cantinflas .
El cine tenía un bar atrás, donde mi tío Memo siempre me compraba una Coca Cola pequeña, ¡Ese refresco lo deseaba domingo a domingo! Ellos se tomaban sus wisquis y cervezas, se fumaban sus habanos y el humo subía por la luz que corría hacia la pantalla. Como tenía un solo reproductor, se hacía una pausa para cambiar el rollo mientras se aprovechaba para las compras en el bar.
Esas eran mis vacaciones de escuela de dos meses (enero y febrero). Mi padre me dejaba solito en la avioneta y mi tío me recogía en la pista. Como en el cine, todo termina con un FIN, y esto ocurrió cuando trasladaron a mi tío a San José, pero en mi recuerdo las películas, mis amigos, el Club Americano y el mar de Quepos, jamás  han desaparecido. Un día de estos volveré con el segundo rollo: la cacería de pájaros, los viajes a Manuel Antonio, el amor platónico, la radio y el telégrafo y las infinitas jugadas de ajedrez de mi tío con su amigo del ferrocarril.

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