Mario
Valverde M.
En Quepos había dos clubes:
el Club Banana, donde se reunían los obreros del ferrocarril, del banano,
jardineros, sus esposas y sus hijos, y el Club Americano, el del gerente
general, el jefe de ferrocarriles y los altos mandos, por lo general, gringos
o canadienses. Las mejores casas eran
para ellos. También tenía una casa de lujo, llamada Casa de Huéspedes, con vista
total al mar y construida cerca del farallón; una escalera metálica bajaba por
toda la roca, donde se acercaba un bote para los traslados personales o
simplemente para recreación. Otras casas más abajo, de madera, de dos plantas,
con lo mejor en muebles, cocinas, refrigeradoras, abanicos, camas fuertes,
anchas, con cuartos espaciosos, ventanas con puertas y cedazos para protección
del mosquito y su apropiada ventilación. Todas montadas en una colina desde
donde se escuchaba el mar y algunas con vista al inmenso mar azul. Para el
deporte, una cancha de tenis que usábamos los niños y adolescentes en la práctica
diaria del fútbol; se jugaba por la tarde, cerca de las cuatro, cuando bajaba
el sol, hasta muy entrada la noche. ¡Cuántos sudores dejamos de tarde en tarde!
Más abajo, la piscina de agua salada, donde cada día, después de las dos hasta
las cuatro para ir a mejenguear. Los sábados toda la mañana, nos reuníamos a
nadar, a jugar quedó, sumergiéndonos para que no nos tocaran, si nos tocaban, teníamos
que perseguir al grupo. Había verdaderos nadadores que se sumergían por toda la
piscina. También jugábamos a saltos del trampolín. El más difícil, el salto del
ángel. Se corría por toda la tabla de madera, cerca de su final nos
impulsábamos hacia lo más alto y luego estiramos el cuerpo hacia adelante en el
aire y chupulún al agua salada que provenía bombeada desde el mar: por eso
nuestros ojos siempre estaban rojos.
Y arriba de la
piscina: el Club Americano. Se abría los sábados por la noche. Sólo podían
visitarlo los de la zona americana. El Club Banana tenía su propio cine. Yo
visitaba los dos. El Club Americano tenía su encanto. El salón era plano. Tenía
sillas y mecedoras para ver películas como las de H. Bogart y Ava Gardner en Casablanca. Y como no enamorarse de A.
Hepburn en su película Vacaciones en Roma
o de Grace Kelly en Mogambo o de Vivian
Leight en Lo que el viento se llevó o
L. Turner en El cartero siempre llama dos
veces. Salía uno del cine mirando las estrellas marinas y nos dormíamos
entre suspiro y suspiro colgaditos de sus
bellísimos rostros. O como no recordar, entre muchos otros, a directores como
John Ford, Las uvas de la ira, Orson
Wells, Tim Holt en su película A través
del Río Grande, Frank Sinatra, Cantinflas
.
El cine tenía un bar
atrás, donde mi tío Memo siempre me compraba una Coca Cola pequeña, ¡Ese
refresco lo deseaba domingo a domingo! Ellos se tomaban sus wisquis y cervezas,
se fumaban sus habanos y el humo subía por la luz que corría hacia la pantalla.
Como tenía un solo reproductor, se hacía una pausa para cambiar el rollo
mientras se aprovechaba para las compras en el bar.
Esas eran mis
vacaciones de escuela de dos meses (enero y febrero). Mi padre me dejaba solito
en la avioneta y mi tío me recogía en la pista. Como en el cine, todo termina
con un FIN, y esto ocurrió cuando trasladaron a mi tío a San José, pero en mi
recuerdo las películas, mis amigos, el Club Americano y el mar de Quepos, jamás
han desaparecido. Un día de estos
volveré con el segundo rollo: la cacería de pájaros, los viajes a Manuel
Antonio, el amor platónico, la radio y el telégrafo y las infinitas jugadas de
ajedrez de mi tío con su amigo del ferrocarril.
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