Por Daniel Garro Sánchez
Una de las lecturas más interesantes que he realizado en las últimas semanas, es la de Vampiria, 24 historias de revinientes en cuerpo, upires y otros chupadores de sangre. De Polidori a Lovecraft; una magnífica edición crítica de relatos de vampiros efectuada por Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, quienes también tuvieron a su cargo la mayoría de las traducciones. La colección reúne los principales relatos breves y nouvelles del Romanticismo y principios del Modernismo, haciendo un fascinante recorrido por el desarrollo del mito y sus posibilidades en la narrativa. En estos tiempos de tanto Crepúsculo y diarios de vampiros y vampiros adolescentes enamorados, una colección como Vampiria es un grato refrescamiento.
Entre la multitud de aciertos de Vampiria, puedo destacar el poner a autores reconocidos del género, como Edgar Allan Poe (con su Berenice), H.P. Lovecraft (con El intruso), E.T.A. Hoffman (con Vampirismo), Guy de Maupassant (con El Horla) y hasta el mismo Bram Stoker (con El invitado de Drácula), junto a otros autores de gran calidad que sin embargo sufren un olvido relativo el día de hoy, como Julian Hawthorne (autor estadounidense oscurecido por la sombra de su padre, Nathaniel Hawthorne) y la inglesa Mary Elizabeth Braddon. La colección incluye también relatos de autores cuyo prestigio no se debe en primera instancia a la literatura vampiresca o de terror, pero que aún así incursionaron en ella, como Alexandre Dumas y, ya en nuestra lengua, Rubén Darío, cuya presencia, junto a la de otro latinoamericano, Horacio Quiroga, es un plus en esta excelente producción.
El recorrido inicia con el primer relato vampiresco del Romanticismo, titulado sencillamente El Vampiro (1819), de John William Polidori —cuento que, quizá muchos no lo saben, nació en la misma pavorosa noche y en la misma tertulia que el Frankenstein de Mary Shelley; tertulia en la que participaron también Percy B. Shelley, esposo de Mary, Claire Clairmont y Lord Byron, el jefe de Polidori en esos días—. A partir de ahí, se nos ofrece una verdadera exposición o galería de los diferentes matices y agregados que cada relato aportaría al célebre monstruo: la necrofilia en Dejad a los muertos en paz (1823) de Ernst Raupach y Los amores de una muerta (1836) de Théophile Gautier; la extraña obsesión e incluso fetichismo por los dientes, en el extraordinario Berenice (1835) de Poe; la visión épica y romántica en pleno de La dama pálida (1849), de Dumas; la ambigüedad sexual en Carmilla (1871), de Joseph Sheridan Le Fanu, y en La verdadera historia de un vampiro (1894), de Eric Stanislaus —el primero cuenta sobre la atracción entre dos chicas, vampira una de ellas; y el segundo entre dos chicos, vampiro uno de ellos—; una rara modalidad de vampirismo que consiste en el robo de la sangre por medio de trasfusiones, en La buena Lady Ducayne (1896), de Mary Elizabeth Braddon; otra rara modalidad en Un vampiro (1904), de Luigi Capuana, donde el vampiro es un fantasma; y otra en Porque la sangre es la vida (1905), de Francis Marion Crawford, donde el vampiro pasa a ser fantasma después de ser exorcizado. También está la importante contribución del autorizadísimo Bram Stoker, autor de Drácula (1897), cuyo relato es precisamente un capítulo omitido de la célebre novela y publicado tiempo después como relato independiente: El invitado de Drácula, cuyo aporte es insinuar la relación entre vampirismo y licantropía, que se ha vuelto tan popular en la actualidad.
Cada relato está acompañado por una breve relación de su contenido y de la vida y obra del autor, así como de hermosas ilustraciones del más bello de los animales: el murciélago.
Muchas sorpresas y buenos sustos le aguardan al lector de Vampiria, y una estupenda referencia a los fanáticos del vampirismo, que no somos pocos.
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