Por Daniel Garro Sánchez
Tal vez sea fetichismo, y tal vez sea patológico; pero hoy deseo hablar al lector sobre las manos de una mujer.
Soy el tipo de hombres que, hasta donde lo permitan las circunstancias, no requeriría nunca los servicios de un dentista, o de un peluquero (por más que parezca peluquera). Excluyo de esta política al urólogo por motivo de que, en cierta ocasión, las circunstancias no me permitieron aplicarla y debí confiarle a un caballero lo que hasta ese momento solo había confiado a las damas. En última instancia no me quejo; el caballero en cuestión fue muy profesional y su trabajo ha redundado también en beneficio de las damas. Pero volviendo al punto, soy de los que reservan su cabello y su boca para las manos femeninas únicamente.
El caso es que, desde hace algunos cuantos años, mi única peluquera había sido una chica llamada Naty, cuyas manos, o más bien, la reciente ausencia de sus manos en mi cabellera, es el motivo de este escrito. Ordinariamente, la Naty no habría llamado mi atención en términos fisiológicos; y no por falta de atractivo —el cual posee en buena medida para el criterio de otros catadores, que quede bien claro—; sino porque sencillamente no está en la línea natural de mis gustos. Siempre he preferido aquellas mujeres que, en palabras de cierto amigo, “no se les vean los huesos”; y Naty, en palabras de Joan Manuel Serrat, “tiene demasiados huesos”, con una figura más bien alargada en todas sus partes, incluyendo el rostro, a cuya prominente nariz aplicaría yo los principios de la geometría fractal de Mandelbrot; es decir, su nariz tiene la misma forma del resto de su cuerpo, y viceversa; y ambas magnitudes, a su vez, la misma forma alargada y característica.
Para decirlo más prosaicamente, es idéntica a Lady Gaga.
Y no solo en lo físico, sino también en su afición camaleónica a los cambios frecuentes de look; pero en el caso de Naty, esta afición se limita a su campo de trabajo: el cabello. Jamás la vi dos veces con el mismo color de tinte. Solo después de meses de observación, pude comprobar que el color natural de su cabello era el mismo de sus ojos: un café madera muy ligeramente escarlata.
En fin, a pesar de que tanto Lady Gaga como Naty poseen sus admiradores, sin lugar a dudas, el hecho es que fueron sus manos —y también el buen trabajo del urólogo—, y no ninguna otra cosa, lo que propició esas reacciones fisiológicas que ya este servidor comenzaba a echar de menos. Es notable que deba agradecer el retorno de dichas reacciones a dos personas a las que no esperaba hacerlo —en el caso del urólogo, por ser varón, y en el caso de Naty, por... bueno, por lo que ya he explicado con amplitud—, y quienes además estaban solo en inocente cumplimiento de sus deberes profesionales.
Y ahora que he cambiado de domicilio, y he tenido que confiar mi cabellera a otras manos, femeninas también, pero muy diferentes; he empezado a echar en falta los alargados dedos de Naty, tan alargados como el resto de ella, hundiendo sus uñas en mi cuero cabelludo, masajeando mi cabello previamente al corte, jalándolo hasta desenterrarlo de mi cabeza para cortarlo, revolviéndolo como carne molida durante el lavado, y amasándolo con el gel como la masa de los tamales hasta hacerme lagrimear de un doloroso placer. Evidentemente, me veré forzado a agregar un poco de gasolina al costo de mi corte de cabello, y retornar a las manos violentas y exquisitas de Naty.
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