Por Daniel Garro Sánchez
El día de hoy me tomé la libertad de ofrecerles un minicuento de mi propia autoría. Este es otro de los géneros que me gustaría desarrollar en lo futuro; ¡pero ojo!, no es tan fácil como parece, que no les pase las de Goliat. El minicuento es un género engañoso porque nos puede tentar su tamaño y su simplicidad, y alguien podría suponer apresuradamente que se escribe fácil y rápido. Pero ese es el secreto del minicuento: cada palabra cuenta y merece un detenido proceso de selección. No es como los poemitas raquíticos de tantos que se creen poetas y escriben de un solo tirón lo que se les ocurra porque dizque les llegó la inspiración. El minicuento es como la punta de un iceberg, o como el pequeño interruptor que enciende una maquinaria gigantesca oculta detrás de una pared.
Se titula El virus; juzguen ustedes si tuve éxito.
El androide corrió y voló tan rápido como pudo para llevarle a Katrina la cura del virus, pero cuando llegó al planeta de hielo donde ella vivía, fue demasiado tarde; el virus había mutado. Los ojos de la niña se convirtieron en cápsulas de fuego; sus labios de capullo se convirtieron en fauces agudas de acero, y la piel de sus manos se desprendió, revelando huesos negros de robot.
El androide, que siempre había estado enamorado de ella, le habló, pero ella no lo reconoció, y sus nuevas fauces de acero escupieron cosas horribles; él huyó aterrado y se perdió en el extremo de la galaxia.
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