Por Daniel Garro Sánchez
La música empieza; la electricidad alimenta los motores, los piñones comienzan a girar, el chirrido de mis huesos acompaña a las tumbas, algo revienta por aquí, algo traquea por allá, ¡y aleluya hermanos!, ocurre el milagro: la joven pero inutilizada chatarra sin aceite de mi cuerpo se está moviendo, y por fin me he convencido de que esta chatarra está viva (porque antes no estaba muy seguro); está viva y se mueve acompasadamente, describiendo formas sincronizadas con las pulsaciones rítmicas de la música… ¡¿pero qué digo?! ¡Está bailando!
¡Yo estoy bailando!
Siento como si despertase de un largo sueño criogénico de alguna extraña historia de ciencia ficción, y las capas de hielo en mis articulaciones se desprenden como los témpanos de la Antártida. Me doy cuenta de que antes de llegar a este momento soberbio yo era precisamente un cuerpo congelado, un bulto de helada carne sin vida, sin calor, desértica y árida como la gran estepa rusa; ni siquiera el amor había calentado esa gélida esclerosis, porque no habíamos tenido el gusto de conocernos. Pero, finalmente, la máquina tiene aceite y el motor está andando; a empujones, como un cacharro viejo, pero está andando.
Ahora, en el segundo piso de un viejo edificio, quince torpes neófitos empezamos a descubrir el carisma de nuestro propio cuerpo, y nos movemos como las figuras de un adorno de cuerda: rígidos al principio, girando por que sí, por que hay que girar, porque el mecanismo es así; pero poco a poco las figuras se van soltando del mecanismo y empiezan a disgregarse rebeldemente por todos lados, unas más rápido que otras, pero todas con el mismo afán de moverse. De pronto la cuerda se acaba, pero las figuras se siguen moviendo y ya no son parte de un adorno mecánico; ahora conforman un vívido cuadro de figuras un poco agresivas y un poco delicadas, un poco modernas y un poco retro, un poco silvestres y un poco gentiles.
¡Y la tierra salta, retumba y ruge bajo sus pies…!
…los pies, ¡los pies!; hay gente que no los tiene, y yo, que sí los tengo, casi me había olvidado de ellos. Caminar, el hecho cotidiano y subestimado de solo caminar, ya me parecía tan natural e infalible que no estaba preparado para hacer algo más que solo caminar. ¡Qué peligrosa es la ignorancia! ¡Creer que los pies solo sirven para caminar! Es como creer que los ojos solo sirven para ver, diría Isaac Asimov. Ahora mis ideas ya no solo van a la tinta y al papel, sino que poco a poco van fluyendo hacia los pies, ¡los benditos pies!, y a las rodillas y los talones y la cintura y a toda esa mitad de mi cuerpo que yo pensé que solo servía para trolear.
Pero la utilidad de mis pies no es el único descubrimiento que hago, porque todo viene junto, como las grandes olas del mar que siempre llegan seguidas; y al igual que ellas, esto me golpeó, me revolcó y después me acarició como una brisa juguetona: he descubierto la presencia femenina; una presencia dulce, fresca, perfumada, suave, liviana, delicada, que a veces me da miedo romperla, pero a veces temo que me rompa a mí. La música hace el papel de celestina y mis manos entran en juego; yo abrazo a la chica; sus ojos, su nariz, su olor, su pecho y su haber entero están más cerca de mí de lo que nunca antes lo estuvieron; su cabello me roza al agitarse, su aliento me hace cosquillas, y cuando levanto la mirada, sus ojos llenan el mundo y me veo obligado a ver si el piso está limpio; por supuesto que está limpio, pero prefiero estar seguro.
Y junto con esta presencia veleidosa de las mujeres, hago también otro descubrimiento; pero este sí es una auténtica epifanía: detecto algo en los demás, un matiz, una radiación, una especie de aura; un cierto no se qué en los ojos de las mujeres, un cierto no se qué en su mirada, un cierto no se qué en los brazos de los hombres; un cierto no se qué en la cintura, un cierto no se qué en el cabello, un cierto no se qué en los labios que susurran delicadamente la letra de las canciones; una magnitud que permanece al nivel de los sentidos, que se niega a subir al nivel de la mente porque no desea ser explicada, ni medida, ni catalogada; una auténtica fuerza de la naturaleza, una de las pocas que el ser humano todavía puede detectar como los animales, sin necesidad de instrumentos: la sensualidad.
Sí, no es broma; la sensualidad.
Descubrí la sensualidad y exclamé: “¡hola, sensualidad!, no nos conocíamos. ¡Mucho gusto!” Y ella, que no es por nada que es quien es, me respondió guiñando un ojo y se desplegó ante mí como un excitante misterio que vanamente he tratado de esclarecer.
¿Realmente qué demonios perciben los hombres en las mujeres y las mujeres en los hombres para concluir que son sensuales –sobre todo cuando la belleza no es tan aparente-? No dudo de que la sensualidad es mujer, y no es porque la palabra sea femenina; yo la imagino como una vampiresa que revolotea bailando de noche, en una foresta nublada, misteriosa y mágica, entre la bruma que los rayos lunares convierten en fantasma; una criatura malvada y peligrosa que se me escurre y juega conmigo, tratando de agarrarme sin que yo la pueda agarrar a ella.
Casi un año después de empezar a asistir al segundo piso del viejo edificio, obtuve dos cosas muy significativas: una calurosa felicitación de la profesora y un pequeño desgarre abdominal; ambas, cada una a su manera, me hicieron notar lo mucho que realmente me estaba esforzando. No obstante, desarrollé un estilo de baile rígido y algo machista, con ciertas pretensiones de elegancia, pero sin muchas florituras. El machismo escénico ayuda a disimular las fallas técnicas y sobre todo las carencias estéticas. Para un hombre resulta siempre más digno admitir la falta de gusto que la falta de habilidad, es más honorable recurrir a un inofensivo “no me gusta” que a un patético “no puedo”, es más aguantable y menos vergonzosa la vida de un misántropo amargado que la de un alfeñique asustado.
Sin embargo, a pesar de su componente machista natural, el baile latino tiene la magnífica virtud de que ha ido suavizando un poco –y a veces bastante- algo de la rígida represión del cromosoma Y. Al fin y al cabo, esto es otro choque de fuerzas en la balanza social, donde llegan a enfrentarse dos corrientes adversas que provocan un auténtico torbellino: la tendencia añeja y anglosajona de cowboy que relacionaba el baile latino con la falta de hombría –y hasta con la homosexualidad-, y la tendencia nueva y cada vez más exitosa de latin lover que incluye al baile en la lista de accesorios que hacen al hombre más cotizado ante la mujer. Para un hombre reprimido, el efecto de este cambio de paradigma es como la caída del Muro de Berlín; es liberar todo lo que estaba encadenado, es la libertad de expresar las emociones a través del cuerpo.
He llegado a una conclusión: todas las personas son tímidas en algún grado; desde el chico que se esconde en la sombra de una solitaria esquina del rincón más lejano, hasta el futbolista que saluda a veinte mil fanáticos embravecidos; desde la chica que se mueve como un fantasma, tratando de no ser vista ni detectada por nadie, hasta la modelo de pasarela de ropa íntima que saluda a la jauría de lobos que aúlla a su alrededor; desde aquel que se atrincheró en la mesa durante todo el baile, hasta el maje que hace maromas y piruetas en el centro de la pista.
¿Por qué?
Muy sencillo; pongamos al futbolista a recorrer la pasarela en tanga, luego pongamos a la modelo a hacer maromas y piruetas en la pista de baile, y al bailarín mandémoslo a hacer series al estadio; tal vez les vaya bien, pero definitivamente sudarán, temblarán y temerán. Le temerán a ese público que otros habían dominado con tanta facilidad; el futbolista le temerá a la jauría de lobos –o lobas-, la modelo le temerá al salón de baile, y el bailarín le temerá a los vente mil aficionados embravecidos que saludarán a su madre cada vez que se equivoque. Y podemos hacer combinaciones más extremas; hagamos que el futbolista baile en la pasarela, que la modelo haga series en la pista de baile, y que el bailarín exhiba su tanga en pleno estadio. Entonces, salvo muy contadas excepciones, desearán ser el chico escondido en la sombra de la solitaria esquina del rincón más lejano, desearán ser el fantasma que trata de no ser visto ni detectado por nadie, o el que permaneció atrincherado en la mesa durante todo el baile.
¿Cuál es la diferencia?
Simplemente la ubicación, la diferencia es la ubicación; el desubicado siempre temerá, y es un comportamiento respetablemente humano; la timidez es una anomalía de ubicación.
La transformación más increíble que he presenciado en un ser humano fue durante la época de colegio; había un profesor sustituto de una aburrida materia que no recuerdo ni de qué trataba; resultó que este profesor nunca había sido profesor, lo cual se hizo muy evidente por su total incapacidad para dominar al grupo; hablaba con aterrada suavidad y tuvimos que ejercitar la lectura de labios, y cuando se nos antojaba ser un poquito crueles y hacer desorden, el improvisado docente recurría a gritos desesperados y nada autoritarios que, como comprenderán, nosotros no obedecíamos. La sorpresa fue cuando, cierta noche, se realizó un baile colegial, ¡y adivinen!, el DJ era el Profesor Pánico. El hombre apareció con pantalones cortos, gafas oscuras y una gorra vuelta hacia atrás; cruzó el salón de baile con paso seguro frente a la manada de bestias agresoras que éramos todos nosotros, se acomodó frente a los controles de la disco, le habló a la multitud con una voz potente y aguda, se convirtió en pulpo y envió a todos los bailarines hasta Andrómeda.
Ahora me cuestiono lo siguiente: en el colegio había profesores que sembraban el respeto y el terror con solo dirigir una mirada a los alumnos; ¿qué hubiera pasado si los ponemos a animar un baile?
Nuevamente, el detalle es la ubicación, y el baile es un medio perfecto para comprobarlo: cuando empieza el dancing, la música tendrá que bailar solita en la pista durante cierto rato, mientras el primer bailarín decide sacar a la primera chica; las otras parejas, entonces, sabiendo que no son las únicas, que no tendrán el monopolio de las miradas del público, y que están debidamente ubicadas en la situación, se integrarán a la pista. Algunos de los mejores bailarines del salón tendrán que aliviar su pizca de terror con algún buen trago, y si el encargado de luminotecnia no lleva la penumbra al centro de la pista, ¡olvídense!, ¡no hay dancing!
El baile nos puede engañar por partida doble.
Por un lado, la aparente facilidad con que lo ejecutan los buenos bailarines, además de la falta de observación, pueden hacernos creer que el baile ha crecido de la tierra, como un árbol; pero esta es una espontaneidad engañosa. Olvidamos, y los malos bailarines olvidan con frecuencia, que detrás de cada persona que baila, hubo cien, o mil o diez mil más que la engendraron; el baile es una de las culturas donde más aplica aquello de “soy el resultado de todos los que ha habido antes de mí”; es como tener un millón de padres. Y detrás de la aparente naturalidad de los movimientos existe una estructura que ha requerido su tiempo y su práctica para formarse, y muchos cometen el inocente error de lanzarse a una pista de baile… sin saber bailar.
No obstante, este es el segundo engaño del baile, ya que a pesar de lo estructurado que puede llegar a ser —sobre todo en las academias: cuatro bases diagonales + cuatro vueltas completas + un par de vueltas de vaivén + cuatro diagonales + cuatro bases adelante y atrás + cuatro laterales y reciclo…—, el baile sí ha surgido en nuestra cultura con la naturalidad de las curvas de un riachuelo. Un día estuve observando a una niña de cuatro o cinco años que hacía fila con su madre en el banco. La pequeña, bastante inquieta, y quizá aburrida por la fila, comenzó a bailar, moviendo la cintura; después corrió a tamborilear en la pared; volvió a la fila y retomó su movimiento de cintura; luego repitió todo varias veces. Cintura + corrida + tambor; cintura + corrida + tambor; cintura + corrida + tambor… Y me di cuenta de que los intervalos de cada cosa eran casi perfectamente regulares, como si la niña tuviera un pequeño metrónomo natural o una música interna para guiarse. Viéndolo así, no sería tanta la distancia entre ese cintura + corrida + tambor, y el cuatro bases diagonales + cuatro vueltas completas + un par de vueltas de vaivén, etc., etc., etc., de la clase de baile en el segundo piso del viejo edificio.
Se engaña tanto el que pretende hacer baile sin saber los pasos, creyendo que a fuerza de feeling y sensualidad bastará, como el que piensa que teniendo el dominio de los pasos ha sacado la faena. El feeling y la sensualidad no tienen nada de esquemático, no son estructurales, y el baile no es un algoritmo, no es lenguaje de programación, ni es un software. Simplemente se trata de un juego natural de movimientos, una poesía de frases corporales, un ramillete de señales, una sinfonía de gestos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario