mayo 31, 2011

155. Retahíla Energética

Por Daniel Garro Sánchez
clip_image002Desde el baúl de los recuerdos, le ofrezco el día de hoy a mis lectores un agradable recuerdo colegial: mi Retahíla energética, ensayo ganador del Tercer Lugar del Certamen Nacional de Ensayo Científico de la Fundación Cientec, en 2001. Ciertamente es un texto que contiene algunas posturas que, ya casi cumplida una década, no sigo compartiendo; pero no deja de ser un recuerdo bonito y gratificante. Que lo disfruten:
¡Qué simple puede ser la existencia... en algunas ocasiones!
Qué fácil y barata nos parece la sublime pacificación de levantarnos cada mañana y participar en la modorra consumista a la que llamamos progreso.  Es imposible concebir remordimiento alguno en el acto glorioso de encender la PC y navegar horas y horas en una dimensión inexistente, entre multitud de ojos desconocidos que, al igual que uno, pretenden escucharlo todo, verlo todo, aprenderlo todo y, finalmente, por pura conveniencia... ¡vomitarlo todo!  Diez horas de trabajo, cuatro horas de sueño, cuatro horas de Internet, cuatro horas de Play Station... Y un par de horas A Todo Dar.  Esa es nuestra vida, nuestra existencia fructífera y moderna, la retórica tecnológica que amenaza con el suicidio accidental más absurdo de la historia.  ¿En realidad somos capaces de enchufar y enchufar, encender y encender, gastar y gastar, etc. y etc., hasta más no poder, sin meditar en lo irreflexiva que se torna esta rutina ancestral santificada por el despilfarro?  ¿Y qué significa ese “más no poder”?  ¿Significa el momento en que los combustibles fósiles digan alegremente: nos extinguimos, imbéciles, jajaja?  ¿El momento en que las plantas de energía nuclear conviertan a la Tierra en la bombeta más grande del universo?  ¿El momento en que tendrán que fabricarse computadoras de cuerda?
¿Qué glorioso momento es ese?  ¿Por qué no lo vemos?  ¿Por qué no lo sentimos?
Creemos que cada día será exactamente igual a su antecedente y que las cosas no se acumulan, que no se amontonan unas sobre otras formando una pila ominosa de maldiciones.  Creemos, de alguna forma increíble, que el resto del mundo carece de efecto sobre nosotros y que la planta de energía eléctrica está junto al hogar, pegadita tiernamente al enchufe.  Nuestra reducida expresión mental nos impide ver lo que hay más allá del muro, edifico o montaña que obstruye la visibilidad.  No podemos imaginarnos el fantástico recorrido que afronta el cable eléctrico desde que sale del hogar, pasando a través de selvas, viento, marea, asfalto y peligros, hasta llegar a la  planta eléctrica que, tal vez, algún día, podría acogerse a la movilidad laboral (o mejor dicho, a la “inmovilidad laboral”).  De igual forma, todo ese angustioso asunto de la OPEP se nos figura como un cuento más en los diarios, algo que se agrava constantemente sin llegar a ningún punto crítico.  De hecho, nunca falta el cristiano que no sabe qué es la OPEP y cree que el petróleo se saca de un árbol, del hígado de una foca, o algo por el estilo.  Y muchos de los felices y patrióticos hijos de la G7 no saben si su electricidad proviene de un río supuestamente protegido, o de una mesa de billar atómica.
¡Aaaaaah, la ignorancia, la ignorancia!  Y peor aún... la negligencia.
Los mismos elementos detractores de toda la vida; los que autorizan a los hombres machos para fumar compulsivamente creyendo que nunca se les va a pudrir exquisitamente el relleno.  Y es el mismo caso de las fuentes de energía.  Nos acostumbramos a una forma de vida efímera y contaminante, además de peligrosa.  Le damos nuestra confianza (y peor aún, nuestro dinero) a entidades industriales con delirio de Matusalén que solamente saben escarbar y tirar la basura donde primero se les ocurre.  El mundo civilizado prácticamente ha puesto sus cimientos en esas industrias capciosas que, lo quieran o no, ¡lo acepten o no!,  dejarán de escarbar algún día, cuando la expresión “más no poder” tome verdadero sentido.  Sin embargo, esa energética hecatombe no deja de parecernos lejana, recóndita, ficticia; nos hablan de ella, nos advierten sobre ella y el único pensamiento que nos viene a la mente es: para entonces voy a estar reciclado.  Y no estoy en posición para discutirlo.  Sin embargo, lo mismo se decía de la capa de ozono, y en la actualidad se hace fortuna vendiendo anteojos Rayban en el Polo Sur.
Así, mientras el tiempo transcurre, mientras el petróleo y su séquito se sumergen cada vez más en una resaca de cuidados intensivos, y los átomos estudian seguridad vial para no repetir el bochornoso desaire de Chernobyl, la crucial anagnórisis aguarda.  Y nosotros, distraídamente, continuamos disfrutando de las cuatro horas de tal-y-cual-cosa, saboreando la textura del mundo civilizado, sin pensar en la noche horrorosa en que las luces se apagarán para, ¡ay!, no encender jamás.  ¡La pobreza, la miseria, la oscuridad, la cocina de leña, la candela!  ¡El mundo incivilizado! Claro, cuando llegue ese día no podremos decir que nadie lo advirtió, que nadie nos hizo mirar al cielo y sentir el choque flameante y honesto en todo nuestro cuerpo, aliviado suavemente por esa fuerte brisa que antaño molía trigo; no podremos decir que nadie nos hizo tocar la tierra para buscar el terror... y la esperanza; o que nadie nos contó las mil y una formas de construir una represa hidroeléctrica sin necesidad de destruirlo todo, o las mil y una formas de EXISTIR sin destruirlo todo...
Sin embargo, lo diremos.  ¡Créanme!  Un error es como el vicio: casi nunca se reconoce voluntariamente (casi, que conste).  De hecho,  no creo que la humanidad escuche ésta necia retahíla que le he dado.  Pensará que este humilde y anti-paradigmático servidor es un manojo de traumas pesimistas y compungidos, que no tuvo con quién jugar en su infancia y que tal vez cuenta con un refugio post-apocalíptico en el sótano.
¡Perfecto!  ¡Digan lo que quieran!  ¡Hagan lo que quieran y sigan así!  ¡Los felicito!
Probablemente, el escarmiento perfecto para nosotros sería despertar un día y sufrir el invierno de la paciencia y el esfuerzo físico; sentir en carne propia la imposibilidad de querer continuar con nuestra rutina “productiva” y no poder hacerlo, debido a la huelga de los enchufes; salir a la calle y contemplar el ignominioso caos de la metábasis; personas matándose por un poco de  oro negro y una pizca de energía; navegar en una especie de “novena plaga virtual” y enviar maldiciones al cielo... después de contemplar el rostro satisfecho de algún cauto vecino a bordo de su flamante crucero Full-Solar!

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