Por Daniel Garro Sánchez
“…fórmula que se repite con frecuencia: libertadn + soledad = soledadn + libertad0…”
La semana pasada, me referí al ataque de pánico como uno de esos fenómenos que suceden ocasionalmente como parte de la vida a capella. Para continuar en esa línea, esta semana me cayó muy a propósito haber visto la película 127 Horas, del extraordinario director británico Danny Boyle (Slumdog Millionaire, 28 Days Later, Trainspotting), que basta con que sea tocayo para que tenga ese talento.
Y aprovecho para aclarar a mi estimado público que mi artículo, efectivamente, se titula 2700 horas; no es un error, se trata de las dos mil setecientas horas, aproximadamente, que el suscrito lleva viviendo en solitario, muy cerca de ustedes, casi a la sombra de la UNED. En realidad son dos mil trescientas veintidós y media, a la fecha y hora de inicio de escritura de este artículo; pero para cuando salga a la luz, quizá sí sean casi las dos mil setecientas.
Como sea, la película narra la historia verídica de Aron Ralston, un intrépido montañista que sufre un accidente en un cañón del desierto de Utah, quedando atrapado por una roca, y luego de pasar allí exactamente ciento veintisiete horas (casi cinco días), llega a las tres peores conclusiones que cabía imaginar: primero, nadie llegaría a rescatarlo a tiempo; segundo, no podía liberarse de la roca por las buenas; y tercero, tendría que hacerlo por las malas, para sobrevivir. Ya que es una historia verdadera de pleno dominio público, y ya que la cinta ha requetepasado por los cines, contaré el final de la historia: Aron se amputa a sí mismo el antebrazo derecho, logra salvarse, conoce a una chica, se casa, tiene hijos, y continúa siendo montañista.
La narración de Boyle enfatiza la necesidad del ser humano de contar con su libertad y su espacio, los cuales lo llevan también a la casi inesperada necesidad de la compañía, cuando esa libertad y ese espacio lo hacen consciente de la soledad y de los aterradores descubrimientos que puede hacerse en ella. Desde el principio de la cinta, empuñando su acostumbrado arsenal de recursos narrativos visuales, Boyle antepone las tumultuosas y azuladas imágenes de la ciudad, el metro, un estadio, una fiesta y situaciones multitudinarias semejantes, con los áridos y amarillentos panoramas del desierto de Utah, donde Aron Ralston corre en su vehículo y luego en su bicicleta, radiante de libertad y felicidad: “Estoy entrando en la tierra de los cañones. Solo yo, la música y la noche”. Incluso, la imagen es dividida frecuentemente en dos y hasta tres planos, donde se alternan el ambiente citadino y el desértico.
Aron vive solo, posee una envidiable y casi desmedida confianza en sí mismo y en sus capacidades (otra de sus frases célebres es “puedo lograrlo todo por mí mismo”); sale de viaje al desierto de Utah sin compañía y sin avisarle absolutamente a nadie; su optimismo, que casi raya en inconciencia, es tal, que se niega a contestar una llamada de su madre antes de partir –¡claro!, siempre habrá muchas otras ocasiones para atender las tediosas llamadas de rutina de mamá-; y también se niega a decir en su trabajo a dónde irá de viaje el fin de semana.
La libertad y la soledad son como dos piezas de un solo mecanismo; complementarias, pero no alternativas, ni concéntricas, ni unidireccionales; son como piezas de Lego, y el resultado depende de cómo se ensamblen; a menudo se les confunde y se busca la segunda para llegar a la primera, lo cual no es ningún algoritmo. Para Aron Ralston no lo fue. Al recurrir a la segunda, buscando la primera, perdió su libertad y cayó (literalmente) en una violenta e inesperada soledad; y esta es una fórmula que se repite con frecuencia: libertadn + soledad = soledadn + libertad0.
Llega el momento (tal como llegó para Aron) en que la soledad que buscábamos nos hace descubrir cuánto realmente necesitamos a aquellos de los que queríamos alejarnos casi desesperadamente; y ante esta necesidad, Aron recurre a su cámara de video portátil. Al hablarle a la cámara, narrando como el registro de una bitácora todo lo que le sucede, la cámara se convierte en “otro”, el “otro” invisible que él anhela y necesita, y que puede ser mamá, papá, hermanita, la chica o la multitud.
En la que quizá es la mejor escena de toda la película en tema de actuación, cuando se interpreta a sí mismo como el invitado de un show de variedades, entrevistado por el “otro”, Aron crea una compañía ficticia, como el niño que recurre al amiguito secreto, o como Chuck Noland y su amigo Wilson en Cast Away; e incluso percibe al público del show aplaudiendo y gozando con sus ocurrencias. Es en este instante, mientras Aron se ve desde la perspectiva del “otro”, cuando inicia la autocrítica.
Nuevamente, el maestro Boyle recurre a juegos de cámara y coloca al Aron entrevistador, en su papel de “otro”, en la cámara extradiegética; y al Aron verdadero en su cámara de video portátil. El “otro” le lanza con disimulo el primer reproche al Aron verdadero, como una pedrada, cuando lo introduce al show como “el autoproclamado ‘superhéroe americano’”. Luego, cuando Aron saluda a mamá y papá, el “otro” le receta la segunda pedrada: “No hay que olvidar a mamá y papá, ¿cierto, Aron?” Aron asiente y se disculpa con mamá por no aceptar su llamada, admitiendo que quizá si ella hubiera sabido dónde iba a estar él, ya lo habrían rescatado, o al menos estarían buscándolo. El “otro” le resta importancia al asunto, pero lanza la tercera pedrada: “Tu egoísmo supremo, es nuestro juego”. Y cuando Aron admite que no le informó absolutamente a NADIE dónde iba a estar el fin de semana, el “otro” se burla con un simpático y memorable “¡ups!”, y el público ríe.
En otra escena, cuando retrocede el video y se topa con las imágenes de esas chicas perfectamente desconocidas con las que había compartido un chapuzón en la caverna, Megan y Christie, siente el impulso de masturbarse, e incluso lleva su mano a la entrepierna; pero finalmente se niega a hacerlo, suplicándose a sí mismo: “No, no, no... por favor, no”. ¿Por qué? ¿Porque cada pizca de sustancia y energía de su cuerpo cuenta? ¿O porque no quiere enturbiar ese momento en que el deseo de compañía y la necesidad de otro cuerpo humano junto al suyo son más nobles y honestos de lo que jamás lo han sido? ¿Por qué se acercó a esas chicas en primer lugar, en medio del desierto? ¿Por qué no saludarlas con la mano y ya? ¿Por qué sencillamente no ignorarlas como a otro par de turistas?
Recuerda a su ex novia, y el momento de la ruptura, en el estadio, con cientos o miles de personas alrededor, y las palabras de ella al marcharse, que se vuelven proféticas: “Vas a estar muy solo, Aron”. Son casi un parafraseo involuntario de aquella famosa “te doy la libertad (...) ¡Que seas feliz en la vida que has elegido!”, de Dickens. En la imagen de un Aron infinitamente triste en medio de un gentío que grita y se levanta para celebrar una anotación, resuenan escenas anteriores en las que la pantalla se divide en tres, con imágenes de ciudad y multitudes a los lados, y el desierto en medio.
La soledad es una escuela de prudencia, es como el Fantasma de las Navidades Pasadas (hablando de Dickens); es la toma de conciencia de las decisiones que tomamos. Este punto queda registrado en la película cuando Aron, cada vez más cerca de la desesperación, con sus fuerzas mermadas y cada vez con menos recursos para sobrevivir, dice: “Yo elegí todo esto. Esta roca lleva esperándome toda mi vida. Y me he ido aproximando toda mi vida. Desde que nací, cada respiro, cada acción me han traído a esta grieta en la superficie”.
Aron Ralston tuvo que pasar cinco días atrapado por una roca y amputarse medio brazo para adquirir este conocimiento. Otros tendremos que sufrir ataques de ansiedad y pánico, quedarnos sin dinero, comer cosas mal cocinadas, comer palomitas de maíz durante varios días como Madonna, o no comer del todo; lloriquear en la oscuridad llamando a mamá, y aprender echando a perder, viviendo a prueba y error, para adquirir toda esa sabiduría.
Según sé, Aron jamás volvió a salir a ningún lado sin dejar bien avisado a dónde, y prometió contestar todas las llamadas de mamá (me pregunto si lo habrá hecho). Yo, por mi parte, estoy aprendiendo a cocinar.
Ya sean dos mil setecientas horas, o ciento veintisiete, o diez mil, o años, o un solo día, la lección es que la soledad no significa aislamiento; la soledad debe ser siempre como una ilusión, un descanso, un break, una puerta cerrada, pero sin candado; los “otros” siempre tienen que estar ahí, aunque no los veamos; y nosotros también tenemos que estar ahí siempre, aunque los “otros” no nos vean. ¿Cuántos se han vuelto locos o suicidas, confinados en sí mismos, atrapados por su propia roca, sin que nadie lo sepa?
Un amigo me dijo: “No puedes vivir aislado como un morlock; si el pánico te ataca en la noche, no te quedes solo en la oscuridad; toma el teléfono, llama a un amigo (siempre hay alguno desvelado en Facebook), sal en la noche a caminar, visita un bar o por lo menos un restaurante chino (siempre hay alguno abierto); o alguna de esas sodas para taxistas y para la gente que viene saliendo de los moteles (siempre hay alguna chica hermosa recién bañada).”
“Pero jamás, jamás te quedes REALMENTE solo”.
Al fin y al cabo, como dice la canción: “Yo lo conseguiré... no puedo estar triste... seguiré en lo alto... voy a seguir intentándolo... nunca me detendré... me prometí a mí mismo que lo conseguiría... con una pequeña ayuda de mis amigos”.
Qué canción es esa??
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